Anatomía de una posibilidad.


Anoche, poco antes de publicar mi columna —vaya a leerla si aún no lo hace—, tuve una conversación que me hizo pensar lo siguiente: tal vez vivir del pasado no sea tan malo, si se aprende a hacerlo con moderación y sin rencor. Me refiero, claro, a esas pequeñas sobras de belleza que el tiempo no logró llevarse del todo, a los recuerdos que se quedaron como muebles viejos: sin función práctica, pero imposibles de tirar.

He pensado mucho en la posibilidad —más bien, el capricho— de imaginar versiones alternativas de mi historia. No en el sentido fantástico o escapista, sino como un ejercicio emocional, una forma de abrazar con ternura lo que ya no es, lo que nunca fue, y lo que —muy probablemente— nunca será.

Hay quienes creen que eso es condenarse a no avanzar. Yo no lo creo. A veces, regresar a ciertos lugares no es un signo de debilidad, sino de afecto. Uno no vuelve donde fue feliz. Uno vuelve donde quiso serlo, pero no pudo.

Con ella —y digo ella sin precisar quién, porque ella sabe encontrarse entre mis textos— compartí más posibilidades que certezas. Existimos, pero jamás terminamos de estar ahí, los dos. Aunque admito —o quiero creer— que existió un algo, eso que siempre se nombra con comillas o con silencios, y que aún hoy ocupa un rincón amable de la conciencia.

Nos imaginé tantas veces como lo que nunca fuimos. Fechas que nunca aparecieron en mi calendario, maquilando conversaciones hasta el alba, en atardeceres donde su risa —que aún puedo escuchar con claridad dolorosa— era todo lo que hacía falta. En esos escenarios alternativos, ella se quedaba. Me miraba como si no quisiera estar en ningún otro sitio. Me tomaba de la mano sin miedo a aburrirse. Yo era suficiente. Y no necesitaba pedir perdón por ser yo.

Claro que la vida fue otra. La realidad, esa tozuda costumbre de no parecerse a nuestras ficciones, hizo lo suyo. Ella siguió con su vida, como debía ser. Y yo —entre columnas, canciones, y afectos de baja intensidad— seguí hablando de ella sin nombrarla. No por cobardía, sino por delicadeza. Algunas historias, incluso las que nunca ocurrieron, merecen un trato digno.

A veces la pienso. A veces no. A veces aparece entre líneas sin pedir permiso. Otras veces, basta un aroma, una canción, un nombre que suena parecido. No me tortura. Pero tampoco me abandona. Es una ausencia educada, como esas visitas que no molestan porque ya saben dónde queda la puerta.

Y aunque sé que ya no hay nada por construir, que no hay ni planos ni terreno, me permito —de vez en cuando— levantar una casa invisible en su nombre. Solo para habitarla unas horas. Solo para pensar que si todo hubiera sido distinto, quizá… Pero no fue. Y eso también está bien.

Porque incluso lo no vivido deja restos. Y si uno sabe recogerlos con cuidado, pueden convertirse en abrigo. Un recuerdo no necesita tener cuerpo para acompañar. Basta con que exista.

Así que no, no me avergüenzo de vivir —a ratos— de lo poco bueno que me dejó el pasado. No todo merece una segunda oportunidad, pero algunas memorias sí merecen una segunda lectura.

Y si alguna vez, en alguna parte, ella vuelve a cruzarse con mis palabras —aunque no lo diga, aunque no lo quiera—, espero que sepa que, entre todo lo que no fuimos, hay algo que aún somos: una posibilidad escrita en voz baja, que no se cumplió, pero que tampoco se ha perdido del todo.


En portada: At the Piano – James McNeill Whistler (1958) 

Comentarios