Conversando en el silencio.

 


Es impresionante la cantidad de cosas que suceden en medio del silencio abismal, lejos del bullicio tradicional que da fondo y color a la cotidianidad de nuestro día a día. Digo “suceden” con total conciencia del verbo, porque no hay nada más engañosamente activo que un silencio bien sostenido.

La conversación, sin embargo, no funciona —por definición— en medio del silencio.
O eso creí.

Nosotros —ella y yo— hemos adoptado una forma muy particular de llevar esta extraña relación epistolar. El término ya es extraño per se —además de anticuado—, pero me permito explicar.

Yo escribo. Escribo como quien lanza mensajes al mar, sabiendo que la marea es hostil, que la botella tal vez no flote o que, de hacerlo, no habrá nadie en la otra orilla. Pero igual lanzo. A veces cartas, a veces columnas, a veces una línea breve escondida entre párrafos largos que sólo ella —si está atenta— sabrá reconocer.

Ella, en cambio, responde con gestos mínimos. Una mirada que no pide permiso. Una palabra lanzada al viento con el tono justo. Una portada sin destinatario, pero con dirección —creo—. Y entonces todo se reactiva. Todo lo que ya había decidido enterrar —por bien propio, por salud emocional, por simple y llana cordura— vuelve a levantarse. Una leve señal suya basta para que me descubra otra vez en la silla, escribiéndole con la devoción de quien no ha sabido amar a nadie más que a su idea.

Sé que no está bien. Lo sé.

Nadie debería —o tendría por qué— sostener conversaciones con quien no contesta. Nadie debería escribir cartas sin destinatario activo. Nadie debería alimentar una historia con migajas. Y, sin embargo, aquí estoy: redactando una vez más otro texto para ella, sin usar su nombre, sin mencionar su rostro, sin decir del todo lo que en realidad me deshace.

Pero ella —aunque no lo sepa— sigue siendo el catalizador silencioso de muchas de mis palabras. A veces creo que ni siquiera me interesa que las lea. Me basta con saber que podría. Que, tal vez, en algún instante, entre otras vidas que no me incluyen, lea una frase que le suene familiar y entienda que sí, que sigo aquí, conversando en su silencio.

Hay algo profundamente enfermizo —y lo digo con leve dramatismo— en esta fidelidad no pedida. En este culto diario a una figura que ya no está, pero que aún se siente. Porque no es que la espere. Es que no sé cómo dejar de escribirle, incluso cuando no me escribe de vuelta.

He intentado alejarme. He escrito para otras personas. He fingido otros nombres. He ensayado entusiasmos nuevos con la esperanza de que algo, alguien, me rescate de este circuito emocional, pero no funciona —para mi fortuna—. Tarde o temprano, vuelvo a ella. No a su presencia —que jamás he poseído—, sino a su sombra. A su posibilidad. A ese lugar desde donde responde sin decir, sin escribir, sin estar.

El silencio —ese con el que carga, ese que ha impuesto— se ha convertido en nuestro idioma. Uno que sólo yo practico con fluidez, y del cual ella es el único diccionario válido. Es irónico: nunca hablé tanto con alguien que no me habla.

Pero aquí sigo. Traduciendo sus ausencias. Transcribiendo sus pausas. Imaginando sus respuestas. Conversando en el silencio, su silencio.

En portada: Cristina’s World – Andrew Wyeth (1948) 

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