Cuando Mayo sabe a Diciembre.

Sé que no es diciembre. Luce lejano. No hay luces colgando en las calles, ni gente corriendo para envolver regalos de última hora. Aun así, esta mañana, mientras conducía hacia la escuela, sonó “Rompope Para Uno” de José Madero y algo en mí decidió detenerse —no el auto, sino el pensamiento—. No fue la primera vez que la escuché, pero sí la primera que me vi escribiendo sobre la Navidad en pleno mayo. Tal vez influyó también la conversación que tuve con Blue más temprano, pero de ella hablaré en otra ocasión —en su propia columna, tal vez—.

Pensar en la Navidad fuera de temporada me obligó a enfrentar, una vez más, mi relación ambigua con esas fechas. La infancia tiene el poder de concederle sentido a casi todo, y durante un tiempo lo tuvo también para mí. Pero conforme crecí, esa ilusión fue cediendo paso a una especie de distancia emocional. No fue de golpe, ni trágico, pero sí constante. La Navidad comenzó a parecerme una escena ajena, una celebración de otros. Mientras algunos conocidos la convertían en epicentro de plenitud, para mí fue adquiriendo el tono de un escaparate, un reflejo donde era más fácil notar lo que faltaba que agradecer lo que quedaba.

No odio la Navidad. Jamás lo hice. Pero tampoco la espero con particular entusiasmo. Durante años me limité a verla llegar con la misma actitud con la que uno ve llegar un tren que no abordará. La comparaba, silenciosamente, con las fiestas que escuchaba narrar a otros: cenas con vino y risas, rituales familiares repetidos con ternura, reencuentros como si el tiempo hubiera sido indulgente con todos. Yo, en cambio, fui aprendiendo a celebrar en voz baja. A entender que no todos los diciembres vienen con envoltura brillante.

He hecho las paces con estas fechas, en la medida en que se puede. Ya no me incomodan, pero tampoco me interpelan como lo hacían antes. No hay árbol en mi sala ni guirnaldas en mis ventanas, pero hay cierta disposición emocional a no negar lo bueno cuando llega. Y aunque no sea diciembre, la canción de esta mañana me hizo pensar en lo que aún deseo, aunque no siempre lo diga. Esa línea donde se menciona el deseo de “entonar villancicos con alguien más” me pareció, por un momento, menos cursi de lo que recordaba, y más verdadera de lo que admito.

Me pregunto si algún día viviré una Navidad como las que imaginaba. Y en ese pensamiento, inevitablemente, se cuelan figuras que ya forman parte de mi archivo emocional. Hay una, en particular, que hace años dejó de nombrarme. Lo poco que quedó entre nosotros ya no alcanza ni para imaginar una postal de diciembre. Una Navidad junto a ella no solo es improbable, es innecesaria. Ya no me duele, pero algo se mueve cuando la pienso con nula posibilidad.

En cambio, al pensar en la bruja de mis mejores pesadillas, la historia es distinta. Hay algo en ella que todavía conserva la cualidad del deseo. No de un futuro real, sino de uno que aún me atrevo a imaginar. Con ella, la Navidad sigue siendo una posibilidad escrita en borrador. No porque crea que va a pasar, sino porque me gusta pensar que aún hay lugares donde podría entonar un villancico frente a su altar, aunque sea solo con la mirada.

Así que, aunque no sea temporada, hoy pensé en la Navidad. No como fiesta, sino como símbolo. Como punto de fuga emocional. Como excusa para recordarme que a veces uno desea cosas sin que se cumplan, y que eso también es una forma válida de sentir. Tal vez este año tampoco levante una copa con nadie. Tal vez, como tantas veces, el brindis sea más ritual que celebración. Un rompope para uno. Un trago sin testigos. Pero si algo me ha enseñado esta época, incluso fuera de calendario, es que los deseos no necesitan fecha para manifestarse. Solo silencio suficiente para escucharlos.

En portada: The Magpie – Claude Monet (1869)

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