La absurda ordinariez de la derrota.


Hoy, el F.C. Barcelona quedó eliminado en un partido de esos que parecen escritos por un guionista caprichoso: 4-3 frente al Inter de Milán, en la vuelta de la semifinal de la Champions League. Fue un juego frenético. El Inter empezó arrollando con un 2-0 que parecía definitivo. El Barcelona, sin embargo, respondió como un animal herido y remontó con tres goles que encendieron la esperanza. Pero esa ilusión fue fugaz: el empate del Inter llegó en el último suspiro, y el golpe final cayó en el tiempo de reposición, dejando al conjunto catalán en el suelo. Otra vez.

Confieso algo: mi corazón futbolero le pertenece a otro equipo. Soy, por formación y por terquedad emocional, aficionado del Club Universidad Nacional, los Pumas de la UNAM. Pero desde hace muchos años he simpatizado con el Barcelona, y en gran parte se lo debo a un argentino menudo que lo cambió todo: Lionel Messi. Por él, por lo que significaba verlo jugar, por lo que inspiraba su fidelidad al club, fui desarrollando una segunda camiseta, una segunda emoción.

Y hoy, al ver ese final devastador, sentí algo muy familiar: esa punzada que todo aficionado conoce. Esa mezcla de rabia, tristeza y resignación que llega cuando tu equipo cae, sobre todo después de haber tocado la gloria con los dedos. Lo curioso es que ese dolor, aunque real, es profundamente irracional. No hay lógica en sentirse mal por la derrota de un equipo al que no conoces, que no sabe de tu existencia, cuyos jugadores cambian cada temporada. Pero ahí estamos, una y otra vez, gritando, sufriendo, soñando.

¿Por qué lo hacemos? ¿Por qué seguimos dejándonos afectar por algo tan lejano? Tal vez porque el deporte —sobre todo el fútbol— nos ofrece un espacio donde podemos sentir sin pedir permiso. Nos da narrativas claras en un mundo confuso. Nos permite creer, por noventa minutos, en algo más grande, en la justicia, en la épica, en la posibilidad de que todo cambie con un gol. Y cuando ese cuento termina mal, duele como si fuera nuestro.

Hoy me dolió ver al Barcelona perder. Me dolió sin sentido. Pero también, en ese absurdo, encontré algo profundamente humano: la capacidad de emocionarnos, de apasionarnos, incluso sabiendo que la mayoría de las veces terminaremos perdiendo. Porque el fanatismo deportivo, por irracional que sea, también es una forma de amar. Y el amor, ya se sabe, nunca fue muy lógico, pero ese es tema para otra ocasión.

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