La bruja de mis mejores pesadillas.
La lluvia de esta noche, tímida y a ratos decidida, me ha arrastrado de nuevo a pensar en ella —aunque ya no sé si sigue siendo ella, o si alguna vez lo fue más allá de una invención conveniente del deseo—. Lo único cierto es que, con cada ráfaga que rozaba el techo como un susurro apenas sostenido, algo en mí volvía a crujir. No era tristeza. Era esa nostalgia más oscura, la que se instala cuando ya no se espera nada, pero todavía se recuerda todo.
No escribo sobre una persona. No me atrevería. Sería profanar algo que ni siquiera sé si existió. Escribo sobre un símbolo, una silueta que no se deja atrapar por definiciones, que no cabe en las frases con las que solemos nombrar a la gente. Ella era —es— una forma que sólo toma cuerpo en las noches donde no se duerme, en los huecos que dejan las conversaciones que nunca se dijeron, en ese ardor mudo de lo que no se cerró, de lo que ni siquiera se rompió porque nunca llegó a sostenerse del todo. Es una figura temblorosa en la niebla de lo que pudo haber sido. O peor: de lo que rozó el ser sin llegar a nacer.
Siempre he pensado que mis peores pesadillas no eran aquellas donde algo me perseguía, sino esas en las que ella volvía. No como espectro, no. Como presencia exacta. Con su risa de tormenta en día claro, con esa mirada que parecía abrazar y huir al mismo tiempo. Y lo más cruel de esos sueños no era verla, sino despertar. Despertar y entender que lo más real había sido la ficción.
La memoria es un verdugo amable: te deja soñar lo imposible y luego te deja caer de espaldas contra el concreto de lo real. No sé si fue una bruja —aunque, a decir verdad, ¿qué otra cosa puede ser alguien que te conjura y luego desaparece?—, pero estoy seguro de que no fue santa. Ni falta que hacía. Los milagros duelen más cuando se desvanecen.
Hay días en que me convenzo de que la fabriqué. Que fue mi necesidad de drama la que la esculpió con retazos de otras historias, otros rostros, otros silencios. Que fui yo quien la convirtió en altar, en excusa, en ritual para mis encantamientos fracasados. Una figura pagana, nacida de la fe torpe de quien necesita creer en algo, aunque sea en el vacío vestido de promesa.
Y sin embargo... la lluvia. Esta lluvia que viene y se va como su costumbre de volver justo cuando ya me había hecho a su ausencia. Esta lluvia me recuerda que hay dolores que no se pueden inventar. Que hay vacíos que no nacen de la imaginación, sino de la pérdida. Que hay miradas que no se olvidan porque no se recuerdan: se quedan, como el polvo en los rincones, como una canción que uno no quiere volver a oír pero que tararea igual. Hay ausencias que hablan más fuerte que cualquier presencia.
Dicen que las brujas no existen. Pero eso es porque no han aprendido a distinguir entre magia y memoria. Porque hay quienes no embrujan con hechizos, sino con desapariciones. Con esos “te escribo luego” que nunca llegaron. Con promesas que nunca se dijeron, pero que de algún modo terminaron rotas.
No escribo para ella. Ni para que regrese. Ni para que sepa. Escribo porque esta noche la lluvia ha decidido lloverme por dentro, y yo —que a veces me disfrazo de fuerte, otras de mártir, y otras tantas de escritor incurable— no tengo otra forma de llorar que escribirlo.
Y si alguna vez ella lee esto, y sospecha que le pertenece, le diré que no. Que no escribo para nadie. Solo para esa parte de mí que aún cree que hay brujas que no se queman... pero que tampoco se apagan nunca del todo.
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