La responsable de que hoy escriba sin faltas de ortografía.
Hoy es 10 de mayo, y uno no sabe muy bien qué decir cuando el corazón se queda corto frente a lo que ha sido constante toda la vida. Podría hablar de flores, de desayunos con pan dulce, de mariachis en la sala o de pasteles improvisados, pero nada de eso alcanza. No cuando se trata de la mujer que nos sostuvo antes de que supiéramos hablar, la que nos enseñó a caminar y después tuvo que vernos alejarnos sin saber si volveríamos enteros.
Puedo recordar claramente estar en la mesa de la sala, sentado frente a un cuaderno de doble raya. Tenía que escribir planas de las palabras que había escrito de forma incorrecta. Mi mano estaba cansada, dolía esgrimir el lápiz bicolor. Ella supervisó hasta caer la noche, haciéndome repetir los intentos fallidos hasta “hacerlo bien”. Nunca levantó la voz, pero su mirada tenía el peso de quien sabe que el esfuerzo también se enseña. Esa noche aprendí a escribir bien, sí… pero también aprendí que hay manos que, en lugar de soltar, enseñan a resistir.
Nunca fui un hijo difícil, al menos no en lo externo. No rompí vidrios, no salí huyendo, no mentí con descaro. Pero fui terco. Razonaba en exceso. Me enamoré joven de las preguntas incómodas: las que ponían en duda todo lo que se enseñaba con certezas. Rechacé la religión, cuestioné las costumbres, desmonté los mandatos. Mi rebeldía fue más intelectual que visceral, pero no por eso menos intensa. Y ella, con esa paciencia que solo las madres entienden, me dejaba ser. Me dejaba hablar, leer, disentir, escribir cosas que no compartía del todo, y aun así las guardaba como si fueran pequeños trofeos.
Mi madre no necesitó entender mis ideas para apoyarlas. No
le hizo falta compartir mis argumentos para celebrar mis logros. Siempre estuvo
ahí, con su forma discreta de decirme que creía en mí, incluso cuando ni yo lo
hacía. Ella ha sido, sin proponérselo, mi primera y más fiel fanática, la que
presume mis textos y canciones —aunque no entienda todas mis palabras—, la que
cita mis frases sin preocuparse si eran irónicas o serias. Porque su orgullo no
dependía del sentido, sino del vínculo. Porque para ella, yo no soy escritor o
músico por lo que publico, sino por lo que intento.
Ahora que los años han avanzado y las visitas se hacen más espaciadas, pienso mucho en cómo fue capaz de sostenerlo todo sin que se le notara el temblor. La casa, los horarios, los cuidados, las preocupaciones. A veces parecía que se multiplicaba sin explicación. Que todo lo que faltaba afuera, lo compensaba ella desde adentro. No con discursos, ni con sermones, sino con presencia. Con esas cosas pequeñas que, vistas desde lejos, se convierten en monumentos: una comida a tiempo, una cobija lista, un silencio respetado, un abrazo sin fecha.
Las madres mexicanas tienen algo de heroína sin uniforme. Se les venera con flores un día, pero se les exige fortaleza los otros 364. Se les canta en la radio, pero pocas veces se les escucha con atención. Hoy, más que felicitarlas, quisiera honrarlas. Por todo lo que han hecho cuando nadie las ve. Por todo lo que siguen haciendo, incluso cuando ya no están cerca. Porque hay algo en el amor de una madre que trasciende la distancia, el tiempo y hasta el cansancio.
Ese amor —lo sé con certeza— alcanza siempre cada rincón de nuestra alma, incluso cuando creemos que ya no lo necesitamos. Y justo cuando uno se siente más solo, se da cuenta de que ahí está: intacto, extendido como una manta invisible que nos cubre el alma. No importa la edad o la confusión: su amor siempre encuentra la forma de llegar.
PD: Esa foto fue tomanda por mi papá en alguna parte del Zoológico de Chapultepec, en un viaje al entonces Distrito Federal, hoy Ciudad de México.
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