Las Cartas del Canciller: Vol. 1

 

Esta noche, invadido por la melancolía —esa compañera que nunca pide permiso para instalarse en la silla contigua—, he querido evocar a un personaje que, desde hace tiempo, vive entre las rendijas de mis textos: el Canciller Cabezatrueno.

Pocas veces he compartido sus cartas, y no porque carezcan de fuerza o sentido, sino porque en ellas habita un romanticismo tan extremo, tan arcaico, que rozan el patetismo y la tragedia a partes iguales. Cabezatrueno no escribe para obtener respuestas; escribe para confirmar su condena. Lo suyo es un acto ceremonial de derrota sostenida. Un hombre de Estado venido a menos por su propio corazón.

Así pues, les comparto una de sus misivas más recientes. Una carta que me ha parecido particularmente lúgubre y sincera. Les advierto: no es para estómagos livianos ni almas cínicas. Les dejo con la epístola…

 

Carta encontrada entre los papeles del Canciller Cabezatrueno:

Los cuervos han llegado hasta mí. Los he visto posarse en las torres del ala oeste, graznando con esa solemnidad que sólo poseen los heraldos de las malas noticias. Y aunque fingí sorpresa ante su llegada, en el fondo ya lo sabía: lo que traen en el pico no es otra cosa que la confirmación de lo que ya se cuchicheaba en los pasillos del palacio.

¿Sabes qué es lo peor de todo? Que yo era feliz —feliz en mi miseria— viviendo de tu recuerdo. Te tenía archivada como una nostalgia digna, como un libro que uno vuelve a mirar pero ya no relee. Habías dejado de dolerme con fuerza, lo juro. Incluso llegué a convencerme de que, con el tiempo, lograría hablar de ti sin apretar los puños.

Pero fuiste tú quien volvió a irrumpir. Volviste con esos malditos ojos tuyos, tan oscuros como promesa de tormenta, con esa manera tuya de mirar sin asumir las consecuencias. Volviste a caminar por mi mente como si fuese un jardín que te pertenece, como si todo lo que una vez dolió ya estuviera dispuesto a florecer por el solo hecho de verte pasar.

Y luego, como si nada, me has vuelto a tratar con la más exquisita de las indiferencias. Y ni siquiera la tuya —ojalá—. No. Tu indiferencia ha sido delegada, administrada por terceros. Te resguardas tras otros nombres, te escondes detrás de otras bocas. ¿Tan difícil es despreciarme en persona? ¿Tan incómodo soy, incluso en mi derrota?

Preferiría —con gusto— arder en las llamas de una tragedia bien escrita, que seguir sintiendo cómo mis manos se enfrían cada vez que me obligo a escribirte. Tal vez así, entre fuego y sangre, me libere de la absurda ternura que todavía me gobierna cuando alguien pronuncia tu nombre.

No, no creas que esto es una súplica. Morir no sería una ofrenda para ti, sería, en el mejor de los casos, un capricho mío. Una forma teatral de no volver a escribirte más.

Y aun eso me da vergüenza. Porque escribirte todavía es una necesidad —estúpida, patética, perversa— que no logro matar ni con razones, ni con orgullo, ni con silencios prolongados.

Pero con algo de suerte —para ti, para mí, para el mundo civilizado—, esta será la última carta que escribo en tu nombre. No por falta de ganas. Sino por hartazgo. Por piedad. Porque ya he drenado hasta el último gesto de dignidad posible.

Y aun así, si mis demonios te conocen bien —y vaya que lo hacen—, no me sorprendería que alguno de ellos ensucie con tinta estas páginas y las deje en tu regazo, como si fueran nuevas. Si eso pasa, que al menos sirva como despedida.

A los antiguos dioses —los que aún me escuchan cuando la tinta tiembla— les ruego una sola cosa: que la próxima vez que leas mi nombre, sea en mi esquela. Que sea tarde, distante, sin importancia... pero suficiente para que, al menos por un instante, me recuerdes con la misma indiferencia con la que hoy me olvidas.

 —El Canciller Cabezatrueno

En portada: Death of Chatterton – Henry Wallis (1856)

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