Las musas que llegan tarde y las que nunca se van.

 


A veces creo que el universo tiene un sentido del humor particularmente cruel conmigo. Justo cuando empiezo a creer que algo nuevo puede florecer —una palabra, una risa, una mirada que promete distraerme—, regresa. No en cuerpo, claro. Pero sí en forma. En sombra. En eco. En esa vibración interna que delata que todavía no está fuera de mí, aunque ya no esté cerca.

Había comenzado a escribir sobre alguien más. Alguien que, con su sola presencia, parecía traer luz a un rincón que llevaba demasiado tiempo dormido. No era amor. No todavía. Era esa chispa inicial que uno aprende a detectar con miedo, pero también con ilusión. Y entonces… ocurrió. Ella volvió. No físicamente. Pero basta una señal mínima, un recuerdo arbitrario, una imagen mal acomodada en la mente, para que todo lo demás tambalee.

Cuando siento que puedo empezar a construir algo nuevo, ella —la que nunca nombro, pero siempre entiendo— regresa a mi sistema emocional como si tuviera derecho de admisión permanente. No hace escándalo. No irrumpe. Solo aparece. Y en su presencia invisible, todo lo demás parece ensayado.

Me gustaría decir que la odio por eso. Que me estorba. Que es injusto. Pero sería mentira. Lo que siento es más triste que rabia. Es una mezcla absurda entre amor no resuelto y culpa mal digerida. Porque en el fondo, siento que estoy traicionando algo que ya no existe. Como si seguir adelante fuera borrar lo que alguna vez escribí para ella. Como si sentir algo por otra persona anulara la verdad con la que la amé.

Y no es que me haya quedado esperándola. Hace tiempo dejé de contar los días. Pero hay presencias que no necesitan calendario. Ella —sin buscarlo— sigue desestabilizando mi alma. No por lo que hace, sino por lo que significó. Por lo que sigue significando.

Me pregunto si ella sabrá todo esto. Si intuye que su recuerdo tiene esta fuerza. O si, en su mundo, yo ya soy apenas un pie de página. A veces me gustaría preguntárselo. A veces prefiero no saber. Porque hay respuestas que destruyen más que las dudas.

Sé que debería abrir la puerta a otras historias. Que el corazón se cansa de esperar lo que no regresa. Pero también sé que la nostalgia, cuando se instala bien, se vuelve una habitación desde la cual uno observa el mundo. Y ella, aún hoy, es la luz tenue que ilumina esa habitación. Aunque ya no entre. Aunque ya no mire.

En portada: Jeune femme se promenant dans un bois – Henri Le Sidaner (c. 1901)

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