Sobre la breve levedad de la palabra escrita.
Nunca he sabido iniciar conversaciones. A veces ni siquiera responderlas. Hay personas que cargan carisma como si lo hubieran heredado genéticamente: saben qué decir, cuándo reír, cómo mirar. Yo, en cambio, he tenido que aprender a fondo el silencio. No como refugio poético, sino como forma práctica de evitarme la ansiedad de interrumpir algo que no me incluye.
He querido hablarle a gente que me importa. Personas que me
parecen fascinantes, inquietantes, generosas. Pero la idea de abordarlas, de
lanzarme con un "hola" sin ser invitado, me resulta insoportablemente
ajena. No porque no quiera, sino porque, a veces, uno siente que su voz no
pertenece al volumen del mundo. Que lo suyo es el margen. La nota a pie de
página.
Así que he escrito cartas. Demasiadas. Algunas las envié.
Otras no. Unas eran para alguien en concreto, otras solo intentaban traducir un
ruido interno. Escribir es lo único que sé hacer cuando hablar me parece una
impertinencia. Y no porque piense que los otros no merecen oírme, sino porque
temo no saber cómo hacerme digno de ser escuchado.
A veces imagino la conversación ideal. Donde no dudo, no
tartamudeo, no siento que debo disculparme por estar ahí. En esa versión, soy
claro, divertido, preciso. Pero entonces llega la realidad: un pasillo, una
sala de espera, una calle compartida. Y el impulso de hablar se disuelve en esa
leve forma de no atreverse. En esa duda que dura segundos, pero pesa toda la
tarde.
Y es curioso lo leve que parece el acto de no hablarle a
alguien. No se cae un árbol, no se interrumpe el tránsito, no hay testigos.
Solo uno, y el vacío que queda después. Uno podría pensar que no hablar es algo
mínimo, casi nada. Pero, con el tiempo, esa nada se vuelve todo. Una red de
ausencias que aprieta, que moldea la forma en que uno recuerda.
No le hablé. Eso es todo. Y eso es tanto, o no lo es, pero es lo que hay. Podría ser menos.
Escribo —lo he dicho antes— porque no se me da mucho hablar de frente. Porque el cuerpo se me paraliza, la voz se me extravía, y el alma se me encoge un poco. Hay gente que se lanza sin filtro. Yo tardo en acercarme incluso por escrito. Dudo. Reescribo. Me edito a mí mismo como si me temiera. Y tal vez me temo. Tal vez hay días en que no confío en lo que tengo para dar (hoy, por ejemplo).
Pero aun así, escribo. Porque algo en mí sigue creyendo que
la palabra —aunque tímida, aunque lejana, aunque en papel— puede encontrar su
destino. Que una carta, aún no entregada, es una forma de estar presente. Que
decir lo que uno siente, aunque sea desde la trinchera de una pantalla, es
mejor que callar hasta desaparecer.
Puede que nunca aprenda a hablar con soltura. Puede que me quede con estas ganas múltiples de acercarme. Pero si alguna vez te llega una carta mía —impresa, escrita, leída, reenviada—, no la veas como un gesto menor. Es, probablemente, lo más honesto que puedo darte (tal vez lo único)
Lo intenté. No hablé. Pero escribí. Quizá no es lo mismo.
Pero al menos, esta vez, no me quedé del todo en silencio.
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