Sobre la carta no entregada y el milagro de no estar solo.

 


La escena es clara. La mirada taciturna de un servidor frente a las puertas de su alma mater. La cita no era oficial, pero las promesas tienen su forma peculiar de instalarse en la agenda emocional: no importa si se dijeron en voz alta o apenas se susurraron en la mirada —una promesa, cuando se hace con el alma, se espera con el cuerpo completo—.

Esperé. Ella no llegó. Y, aunque lo intuía, el golpe duele igual.

Tenía una carta en el bolsillo. No para entregarla. Ni siquiera pensaba leerla en voz alta. La escribí en una madrugada en la que no pasaba nada y eso ya era demasiado. Era un gesto torpe, una forma de pasar el tiempo, una conversación ficticia con una ausencia que todavía tenía nombre. La llevé conmigo sin saber por qué, tal vez como quien carga un paraguas el día que más quiere que no llueva.

Pero llovió. De ella, ni rastro.

A veces uno escribe cartas como si eso pudiera evitar el silencio. Pero lo cierto es que las palabras no detienen lo inevitable. Solo lo hacen más evidente. Esa carta —la que no pensaba entregar y sigue sin salir de mi archivo— se convirtió en el símbolo perfecto de lo que pasó: algo que se escribió por si acaso, pero que nunca tuvo destino.

Y ahí estaba yo, con el alma hecha un párrafo suelto y las expectativas vencidas. La tarde seguía. El sol no tenía la decencia de irse.

Fue entonces cuando apareció. No ella —ya sabemos que no vendría—, sino él. El amigo. De los buenos.

No preguntó nada. Se sentó a mi lado con la familiaridad de quien sabe que a veces lo mejor que puede hacerse por alguien es no dejarlo solo con sus pensamientos. Nos quedamos ahí, caminamos hasta el fondo del campus mientras al fondo comenzaba un partido de fútbol colegial. Nadie de importancia jugaba (los de casaca blanca frente a los de casaca negra), pero había algo en la euforia ajena que me sacaba —aunque fuera a plazos— del drama propio.

En un momento, mientras la porra ensayaba un grito más grande que su entusiasmo, él dijo:
“Pero mira el lado bueno…”

Quise discutirle. No lo hice. Solo asentí, como quien quiere creer aunque aún no puede.

Y pensé en eso durante un buen rato. En cómo, a veces, uno se convierte en su propio diluvio. En cómo la tristeza arrasa, inunda, arrastra lo poco que quedaba en pie. Y en cómo, por fortuna, hay personas que aparecen justo cuando todo amenaza con hundirse, no para rescatarte, sino para acompañarte en la lluvia.

Él fue eso. Hoy, él ha sido como un milagro y yo un diluvio, soy el diluvio.

Tal vez algún día logre ver el lado bueno de esta historia. Tal vez entienda por qué las personas no llegan, por qué las cartas no se entregan, por qué uno termina escribiendo columnas que parecen confesiones. Tal vez incluso agradezca esta espera, este banco vacío, este momento exacto.

Tal vez. Pero no será esta noche.

En portada: El sueño del caballero – Antonio de Pereda (c. 1650)

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