Sobre los actos paganos, voces dormidas y otros pormenores.
Durante mucho
tiempo —años enteros, si soy honesto conmigo mismo— he mantenido una fidelidad
dogmática a ciertos rostros, a ciertos nombres, a ciertos templos de memoria
emocional donde nada nuevo podía entrar sin pasar primero por el umbral del
pasado. Mis devociones eran antiguas, casi litúrgicas. Sabía a quién escribir,
cómo escribirle, qué tono usar, qué nombre no mencionar jamás para no romper el
hechizo. Y sin embargo, de un tiempo para acá, una figura nueva ha empezado a
emerger con la persistencia silenciosa de un astro que no se postula para el
centro, pero que, sin querer, desplaza la órbita.
No es amor. Ni
siquiera sospecho que lo será. Pero hay algo profundamente pagano en lo que
siento cuando ella aparece. Algo que desobedece la línea recta de mis antiguas
escrituras. Ella no me pertenece, y eso, en lugar de alejarme, me sostiene.
Me doy cuenta de que la pienso más de lo prudente. Que busco sus ojos como
quien interroga un oráculo que no tiene tiempo de contestar.
No se ha dicho
nada entre nosotros que no pueda publicarse en una reunión de comité o entre
frases de pasillo. Todo es perfectamente correcto, predeciblemente social. Lo
más parecido a un vínculo es esta sospecha leve —pero constante— de que, al
verme, me reconozca como ese desconocido recurrente, ese alguien que
flota en la periferia de sus días sin estorbar, pero sin desaparecer del todo.
No se trata de
su belleza —aunque podría escribir párrafos sobre sus gestos breves, sus formas
quietas, su forma de mirar hacia dentro sin que lo parezca—. Pero eso sería
reducirla, y el problema es exactamente el contrario: no puedo abarcarla.
No tengo el mapa de su alma, ni las coordenadas de sus pensamientos. Lo que
tengo es apenas un acceso visual, fugaz, y la imaginación que se dispara cuando
su figura entra al recinto de mis ideas sin permiso.
Hay una barrera
firme, clara, estructural, que me impide siquiera considerar que podría ser más
que un nombre. Pero en los resquicios de esa barrera, yo ensayo posibles formas
de saludarla, posibles frases con sustancia, posibles tonos de voz que disimulen
el ardor que me provoca tenerla tan cerca. Me invento un aplomo que no tengo.
Un dominio que no me pertenece. Me preparo, por si acaso, para el día en que
algo en ella se incline hacia esta sombra que soy.
No espero nada.
No exijo nada. Solo constato. Y escribo.
Porque eso sí
lo puedo hacer: dejar registro del temblor, incluso cuando el temblor no
tiene destinatario autorizado. Incluso cuando no sé si lo que siento es una
herejía contra lo que fui o el nacimiento silencioso de una nueva forma de fe.
En un tiempo,
rendía culto a otras deidades. Hoy, sin saber cómo, me descubro erigiendo
altares a esta figura pagana, no porque me lo haya pedido, sino porque su sola
presencia ha empezado a robarle protagonismo a las santas antiguas de mi
devoción. Y eso —admitirlo— ya es una traición. Pero las traiciones
emocionales, si son honestas, a veces se sienten como redenciones.
Si alguna vez
me toca hablarle con el corazón en la boca, prometo intentar no titubear.
Aunque mi garganta arda. Aunque su mirada me exija una verdad que todavía no sé
pronunciar.
Comentarios
Publicar un comentario