Sobre los celos, las ensoñaciones y otros pormenores.
Poco se habla de que, a diferencia de otros textos, esta vez, el título llegó antes que cualquier otra línea. Antes de escribir, ya sabía sobre qué iba a ser este escrito; por lo general, siempre comienzo sin ningún rumbo y dejo que el sinuoso camino de mi conciencia me lleve hasta donde mi temple (y cordura) aguante. Esta vez, por miedo, enojo, tibieza o aburrimiento, decidí plasmar sin tantos eufemismos lo que me atormenta, por lo que, si peco de crudeza, habré de omitir nombres, matices y plazas. Partiendo del supuesto de que la segunda persona no es la musa que tejió estos verbos, pregunto: ¿Mis letras habrán de llegar al fondo de su corazón, o terminarán resbalando por su espina dorsal? Y si la tercera resultara ser segunda… Bueno, no hay mucho qué hacer.
A menudo,
mis ensoñaciones no acaparan el faro durante mi semana. Al despertar, no quedan
más que retazos de aquellas vidas que nunca fueron, que nunca pasaron; son
destellos que se confunden con alguna nota leída, un frame olvidable,
algún rostro perdido, un falso recuerdo, muy poco memorables; esta mañana, sin
embargo, entre una inexplicable desesperanza, una sorpresiva tristeza y el
sonido de la madrugada, me di cuenta de que la ensoñación de anoche me
atormentaría más allá de las primeras horas del alba. Sin ánimos de dar crónica
y dando advertencia de que no todo luce lúcido en mi memoria, la relato:
En medio de la bulliciosa multitud, con gente
yendo y viniendo, pilares con rostros conocidos y paredes llenas de mensajes
vacíos, me encontraba pasmado por la escena que estaba atestiguando a unos
metros: ahí estaba ella, siendo cortejada por un tercero contra el que poco o
nada podría hacer; ella reía, sus miradas (aunque evasivas) se buscaban
mutuamente, su mano tocó la de ella, ella parecía estar de acuerdo con el
cortejo, el campo magnético de sus cuerpos los llevaba cada vez más cerca uno
del otro. De forma tácita y expedita, mi ensoñación llegó a su fin y el rebujo
de la mañana me llamaba a levantarme.
Fue después
de unas horas, con aquellas imágenes en mi cabeza, que me pregunté: “¿Estoy celoso
de algo que jamás pasó?”. No es el contexto del sentimiento lo que me abruma,
sino el sentimiento per se; la susodicha, con todo y su belleza, no
había sido una seria consideración para acompañar el resto de mis días; con
todo y su belleza, sólida personalidad y buenas formas, jamás me hizo pensarla
más de dos noches seguidas. En las pláticas del exclusivo (trío conversatorio
al que pertenezco), se ha discutido “mi asunto” con esta muchacha, y aunque el
cometido (entiéndase como cortejar a la muchacha) no luce sencillo, jamás se ha
pintado como imposible. A pesar de todo, ese es un camino que nunca había considerado
tomar, al menos no con seriedad.
Temo que
ese camino empiece a llamarme, que me convenza de ir en su senda con la idea de
que, en poco tiempo, ya no será mi decisión, porque ya no habrá decisión que
tomar, porque ya no habrá camino que recorrer. ¿Por qué no me decido de una vez
por entrar en esa vereda y dejar que pase lo que tenga que pasar? ¿Me atemoriza
fallar en el proceso? ¿Tengo miedo de que no sea suficiente? No, no. No es el
fracaso lo que me atormenta (evidentemente), no, no es eso. Tengo miedo de
lograrlo y desear fallar.
Ya lo
decía Serrat: “Caminante, no hay camino. Se hace camino al andar”, aunque
siempre preferí “estar al lado del camino”. Bajo cualquier
circunstancia, emprender o no ese peregrinaje, es una decisión que debo tomar
pronto y aceptar las consecuencias que de ella se desemboquen. Si decido ir,
poco o nada llevaré conmigo, “en mis maletas solo ropa vieja, hojas y bolígrafos
para escribir”, pues tampoco hay mucho que llevar. Lo que leen es lo que
hay, podría ser menos. Esta puede parecer una manera de autosabotaje, y bien
podría serlo, pero no lo es, es solo una cruda declaración a libre
interpretación.
Con
frecuencia, los celos solo eran señal de mi bien conocida inseguridad y
problemas de autoestima, no representaban un inconveniente para mí. Ahora, los
celos fueron el catalizador que necesitaba para encender el miedo que tanto busqué
esconder: el miedo de perderla.
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