Sobre los dones que no todos recibimos (y aun así cargamos).


Hace unos días, en mi columna sobre la elección de S.S. León XIV, escribí sobre cómo mi crisis de fe durante la adolescencia fue el punto de inflexión que me llevó a convertirme en lo que ahora llamo —con más cariño que precisión— un ateo guadalupano. Lo dije entonces, y lo repito ahora: no dejé de creer por soberbia, sino por cansancio. Y, sin embargo, no me alejé del todo. Me quedé en el umbral, como quien no entra al templo, pero tampoco se atreve a darle la espalda.

Hoy no quiero hablar del Papa. Hoy quiero hablar de la fe. De esa cosa tan extraña, tan frágil, tan poderosa, que no todos tuvimos el privilegio de recibir. Porque aunque me eduqué entre altares, procesiones y parábolas, nunca supe —o nunca logré— tener fe como se supone que debe tenerse: sin duda, sin resistencia, sin explicación.

En un mundo donde nada es estático, las certezas son escasas. Las verdades se debaten, las convicciones se ajustan, las estructuras cambian. Y en medio de todo eso, hay quienes todavía creen. En Dios, en la justicia, en el amor. Yo los envidio un poco. No por lo que creen, sino por la manera en que creen. Por esa luz interior que no se tambalea aunque todo alrededor se caiga.

La fe, creo, es un don. Un regalo injusto, quizás. Un privilegio inexplicable. Algunos nacen con ella como quien hereda una voz afinada o una piel que no envejece. Otros —como yo— la buscamos en los restos de las palabras que ya no significan lo mismo. A veces la rozamos, pero no logramos sostenerla.

Y es aquí donde aparece otra forma de fe: el amor. No como sustantivo, no como promesa, no como salvación. Amor, así, en infinitivo. Amar. Esa acción que no espera, que no exige, que no calcula. Ese impulso casi sagrado de dar sin saber si habrá vuelta. Ese don —también injusto, también bendito— que muy pocos ejercen con autenticidad.

Poder amar no de manera transaccional, sino por el acto per se. Por el simple hecho de que alguien existe y eso basta. Amar sabiendo que no se será correspondido. Amar incluso cuando ya no hay razón práctica para hacerlo. Amar como quien reza sin esperar milagro. Esa es mi fe. O lo más cercano que he tenido a ella.

Tal vez no tenga el don de creer en algo superior. Tal vez nunca vuelva a arrodillarme frente a un altar con certeza. Pero he amado. A mi manera. Con torpeza, con entrega, con miedo. Y si eso no es fe, no sé qué otra cosa pueda serlo.

A veces envidio a quienes creen sin grietas. Pero luego me miro, escribiendo esto, y pienso: quizá también ellos envidian —aunque no lo digan— a quienes, sin creer, siguen intentando.


En portada: El Ángelus – Jean-François Millet (1857–59)

Comentarios