Cuentos balcánicos: primera parte.

 

Volví a llorar el mismo nombre por segunda vez en mi vida. La primera vez fue silenciosa, contenida, como se llora a alguien que no se ha ido del todo pero cuya ausencia ya pesa. Era un niño entonces, y no entendía gran cosa sobre la pérdida, salvo que dolía como si me hubieran empujado lejos de lo poco que me hacía sentir acompañado. La segunda vez llegó mucho después, con años y kilómetros de distancia de por medio, pero dolió igual, quizá más, porque ya sabía lo que significaba no poder regresar. Lloré el mismo nombre, pero no el mismo tiempo, ni con la misma inocencia. Esta vez lo lloré con conciencia, con culpa, con ese tipo de tristeza que no se grita, pero que se queda a vivir adentro, haciendo eco cada vez que uno pronuncia —incluso mentalmente— ese nombre que ya no podrá volver a decirse frente a quien lo llevaba.

Cuando tenía siete años fui enviado a Boston, sin entender por qué debía abandonar mi hogar, ni por qué mi padre no me acompañaría, ni por qué Otto, mi único amigo, no podía ir conmigo. La segunda, aquella mañana en la que mi padre, perdido entre los hilos deshilachados de la demencia, confundía la muerte reciente de Tomas —el padre de Otto— con la de su propio hijo. Le había contado, sin saber por qué, que Tomas había muerto, y el anciano rompió en llanto como si hubiese recibido la noticia cuarenta años antes.

—Pobre Otto... era tan pequeñito —dijo entre sollozos—. Siempre quería jugar con los caballos de madera. ¿Y tu madre? ¿Ya regresó del mercado?

No contesté. Solo asentí y apreté la mandíbula. No había mercado. No había madre. Solo había una voz que recordaba cosas que ya no existían, o tal vez nunca existieron, y una llamada telefónica que me había quitado el aliento dos noches atrás.

"Otto pidió que vinieras", había dicho una voz femenina al otro lado del mundo. Lisa. Nunca la conocí, pero el tono quebrado bastó para llenar los huecos.

Así fue como volví al pueblo.

El tren se detuvo con un gemido metálico, como si el mismo hierro estuviera cansado de regresar a ese lugar. Habían pasado más de veinte años desde la última vez. El pueblo seguía siendo una mezcla de gris y madera, una pintura sin retoques. No había nieve, pero el frío se filtraba entre las piedras.

Caminé hasta la vieja casa de mi familia, con la intención de mirar la fachada, tal vez saludar al padre Bellini. El italiano llevaba décadas viviendo ahí, el único rostro que no parecía ajeno a la tierra maldita que me vio nacer. El pueblo tenía fama de desdicha. No por superstición, sino por evidencia: nada florecía allí. La felicidad parecía haber hecho escala solo para tomar otro tren.

—¿Te quedarás esta vez? —preguntó el padre Bellini cuando abrió la puerta.

—No lo creo. Solo vine a despedirme de Otto.

—Entonces es tu casa mientras tanto. Nadie más la ha habitado. La he cuidado como mejor he podido.

Entramos sin ceremonia. Las paredes seguían intactas. O lo suficientemente heridas como para parecer fuertes. En la cocina, el padre Bellini sirvió dos cafés negros y se sentó como si estuviera en su propia casa.

—¿Crees que hay algo después? —pregunté sin mirarlo.

—¿Te refieres a la muerte o al café?

Ambos sonreímos, brevemente.

—Mis padres nunca creyeron en nada. Crecí en un internado católico, pero nunca aprendí a creer. Ahora no sé si lamento más su muerte o su vacío.

El padre Bellini se acomodó la bufanda.

—Dios es el silencio en el que aprendemos a estar solos. No todos lo oyen, pero algunos aprendemos a conversar con él desde nuestra propia sombra.

—¿Y Otto? ¿Crees que ahora está en paz?

—La paz no es un lugar, Lucas. Es una forma de no romperse.

Bajé la vista. Sentí, por primera vez en años, que me temblaban los dedos.

El día del servicio fue nublado, pero sin lluvia. Las pocas personas que aún vivían en el pueblo se reunieron frente a la iglesia. Todos me miraban como si fuese un intruso, un fantasma con ropa de ciudad. Nadie me dijo nada. Ni una palabra. Excepto Lisa, que al verme me apretó la mano y desvió la mirada.

El ataúd era pequeño, desproporcionado, como si la muerte no se hubiera molestado en medir a su víctima. Me acerqué al pequeño Peter, el hijo de Otto. El niño me miró como quien espera una explicación. Me arrodillé y dije:

—Lo siento mucho. Tu padre era un hombre bueno.

Peter no respondió. Solo bajó la cabeza y apretó los labios. En ese gesto, vi algo mío, algo que no recordaba haber dejado, pero que seguía allí.

Uno a uno, todos se fueron. El silencio se volvió una presencia sólida. Solo quedamos el padre Bellini y yo, frente a la tumba.

—¿Puedo preguntarte cómo... cómo murió? —dije, casi en un susurro.

El padre Bellini me miró con una mezcla de cansancio y compasión.

—Se ahorcó. El niño lo halló.

No hubo más palabras. Solo el viento, que no tenía a dónde ir. Y el recuerdo de un amigo que me esperó hasta el final, como si aún creyera que, por alguna razón, yo podía salvarlo.

 

En portada: Constantine - Francis Lawrence (2005)

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