El abrazo.

 

Hay gestos que no necesitan idioma. Que no requieren permiso ni explicación. Un abrazo, cuando es sincero, no pregunta. Llega, envuelve, detiene el tiempo por un instante y hace algo que pocas cosas logran: convence al cuerpo —y al corazón— de que no todo está mal.

Un abrazo no soluciona el mundo, pero hace que por un momento uno sienta que podría soportarlo. Es una forma antigua y silenciosa de pertenencia. Como si al acercarnos al pecho del otro, nos dijeran sin palabras: “estás aquí, conmigo, y eso basta”.

He pensado mucho en eso últimamente. En cómo los abrazos tienen memoria. Hay algunos que siguen latiendo en el recuerdo, con el calor exacto, con la presión justa, como si el cuerpo los guardara en un rincón aparte. Otros, más tristes, se recuerdan no por lo que fueron, sino por lo que no llegaron a ser.

Porque hay abrazos que no se dan. Que se quedan flotando en la intención. Que mueren en la espera. Y son esos —los que nunca ocurrieron— los que más pesan. No el que dimos torpemente. No el que fue breve o apresurado. Sino el que no existió. El que imaginamos y nunca llegó.

Es curioso que el gesto que más nos reconforta sea también el que más puede doler cuando falta. Nadie habla del hueco que deja un abrazo pendiente. Nadie advierte lo mucho que puede doler el vacío que quedó entre dos cuerpos que no se acercaron. Y sin embargo, ahí estamos: recordando ese instante inexistente como si hubiera sido el centro de toda una historia.

En mi caso, hay más de un abrazo que no se dio. Y, paradójicamente, son a los que más vuelvo. A veces me sorprendo imaginándolos, como si pudiera reconstruir su forma desde la nada. No sé si habrían sido largos o breves, temblorosos o firmes. Solo sé que nunca fueron. Y que eso, por absurdo que parezca, los hizo inolvidables.

Pero no todo en la ausencia es pérdida.

Ese abrazo que no tuve me enseñó algo que ningún otro me había enseñado: el valor de lo presente. Me hizo más consciente, más generoso, más torpe —sí—, pero también más humano al momento de acercarme al otro. Me enseñó que cuando alguien está frente a uno, cuando alguien tiene el cuerpo ahí, disponible, con todo lo que eso implica, no hay que esperar.

Ahora abrazo distinto. Abrazo con la certeza de que ese momento no se repite. Abrazo con la conciencia de lo frágil. Abrazo como quien no quiere guardar pendientes.

Porque a veces, la mejor manera de sanar lo que no se tuvo es asegurarse de no volver a perderlo.

Y si alguna vez me ves abrazar con fuerza, con torpeza, con esa intensidad un poco desmedida de quien parece venir de lejos, ya sabes por qué es. Es por ese abrazo que nunca fue. Ese que nunca fue mío. Gracias a ese, ahora abrazo con amor. Con todo lo que tengo.

 

En portada: Game of Thrones (HBO)

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