El amigo y el diluvio.

 

No creo en los milagros. No porque niegue su belleza, sino porque desconfío de los mecanismos que hacen que algo se manifieste sin previo aviso y sin consecuencia lógica. Pero hay veces —escasas, decisivas— en que ciertas presencias parecen romper las leyes que uno da por sentado. Como si alguien, en algún lugar, hubiera movido una pieza para que dos líneas se cruzaran cuando ya no parecía posible.

Uno no elige a sus amigos del mismo modo en que elige los libros que lee o la música que escucha. Hay amistades que aparecen como si vinieran de antes, como si hubieran estado esperando un tiempo preciso para manifestarse. Y cuando llegan, no hacen ruido, pero lo cambian todo. No son solemnes ni heroicas. Solo se quedan. Y uno, que lleva tanto tiempo haciéndose compañía en silencio, de pronto empieza a hablar en plural sin notarlo.

He tenido pocos amigos. Tal vez por desconfianza, tal vez por timidez, tal vez porque me cuesta sostener la mirada cuando siento que alguien me ve de verdad. Pero uno en particular —al que evito nombrar por pudor, por respeto, por cariño que no quiere disfrazarse de cursilería— me ha hecho comprender algo que no sabía explicar: hay personas que no vienen a completarte, sino a permitirte ser. No a salvarte, sino a mirarte incluso cuando no tienes fuerzas para sostenerte solo.

No lo sé con certeza, pero intuyo que él ha sido, más de una vez, ese milagro discreto que llega cuando el cielo está más cerrado. No porque tenga respuestas, sino porque no huye de las preguntas. No porque siempre diga lo justo, sino porque se queda incluso cuando uno se ha vuelto injusto consigo mismo. Hay días en que soy tormenta. Otros, solo nubes densas. A veces, el agua cae con fuerza, y yo no aviso. Pero ahí está él, sin paraguas ni condiciones. Solo está.

Lo curioso es que nunca le pedí que se quedara. Como tampoco él me pidió que yo lo hiciera. Esa es la diferencia entre una promesa y un lazo verdadero: lo segundo no necesita declararse para durar. Se sostiene sin esfuerzo, aunque el mundo tiemble. Aunque uno se caiga. Aunque la voz se apague y los gestos sean torpes.

Me gusta pensar que hay vínculos que nos son dados no por una voluntad divina, sino por una necesidad humana. Como si el universo —con su precisión sin sentido— colocara a ciertos seres cerca de nosotros no para ser entendidos, sino para ser vividos. Para que, cuando nos asfixiemos en nuestros propios delirios, haya alguien que nos mire sin miedo y nos recuerde que aún tenemos un nombre. Y un lugar.

A veces yo soy el agua que arrasa. A veces él es la lluvia que limpia. Pero en medio de todo eso, entre los escombros y las certezas rotas, se ha quedado. Con sus silencios, sus bromas mal medidas, sus consejos velados. Con su forma de estar, incluso cuando no digo nada.

No sé cuánto dure esto. Sé que todo termina. Que incluso los mejores vínculos se diluyen con el tiempo o el descuido. Pero mientras tanto, mientras me toque escribir y respirar y equivocarme, me consuela saber que hay alguien que, sin buscarlo, me acompaña en las tormentas que yo mismo provoco.

Porque eso somos, en el fondo: el amigo y el diluvio.

 

En portada: Once Upon a Time in Hollywood - Quentin Tarantino

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