El hijo del licenciado Tali.

 

Hoy no deseo hablar de musas ni delirios infatuados. Hoy trataré —y aclaro que es un intento— de no quebrarme frente al teclado y hablar de alguien de quien no hablo demasiado, pero que ha hecho posible —literalmente— que mis letras lleguen hasta usted. Me refiero a Neftalí Castillejos Toledo, o para mí, “Papá”.

Nació un 9 de junio, como si el calendario se lo hubiera asignado para recordarnos que el año no vale del todo hasta que no aparece su nombre. Creció entre hermanos, pero eso nunca definió su sitio en la familia. No fue el mayor, pero parecía haber nacido con la brújula moral ya instalada. Siempre supo qué hacer. Y lo más impresionante: lo hacía sin quitarle a nadie su lugar. Quitó cargas, sí, pero jamás usurpó autoridad.

Dicen que los hijos aprendemos por repetición, por osmosis, por observación. Yo no sé si aprendí algo así de Papá, pero sí sé que todo lo que hago está medido con la vara que dejó él. A veces ni me doy cuenta y ya estoy repitiendo sus gestos, sus pausas al hablar, su forma de reír ante las incongruencias y la comicidad. Era un orfebre de lo cotidiano. Alguien que estaba. Y estar, en este mundo, ya es una forma de milagro.

Mucha gente se refirió a mí —y creo que lo siguen haciendo— por el mote de “el hijo del licenciado Tali”. Por alguna razón, se siente más como un título nobiliario que como una presentación. No lo corregí nunca, porque ¿quién querría corregir algo que suena tan a honor? Él hizo del apellido algo útil, algo firme. Yo solo intento que no se desmorone mientras lo cargo.

No he sido padre. A veces pienso que no podría serlo. No porque no me alcance el amor, sino porque todavía sigo aprendiendo a ser buen hijo. Y el listón está alto. ¿Cómo se enseña cuando uno sigue siendo aprendiz? ¿Cómo se guía cuando aún se camina con muletas emocionales que llevan su nombre?

Sé que hay quienes construyen estatuas con el recuerdo. Yo prefiero conservarlo como un faro: discreto, permanente, sin aspavientos. No necesito mirar hacia atrás para evocarlo. Está en todas partes: en la forma en que debato a mis amigos —y no tan amigos—, en cómo respondo al teléfono, en la forma en que río junto a la gente que quiero. Está incluso en mis silencios. Especialmente ahí.

Papá simpatizaba con el PRI, pero no por conveniencia, sino por esa fe romántica de que las instituciones podían ser mejores si uno se mantenía vigilante. Tal vez ahí radique mi extraña relación con este partido, a veces cómica, pero jamás falsa. Me gusta pensar que él también se reiría de mis contradicciones ideológicas, siempre y cuando no dejara de votar.

Hoy sería su cumpleaños. No hay pastel ni velas ni abrazos, pero hay memoria. Y memoria, en tiempos como estos, vale más que cualquier festejo. A veces cierro los ojos y lo escucho decir algo entre sarcástico y sabio. Lo veo acomodarse el cinturón, rascarse la cabeza con su mano izquierda, acostado en su hamaca luego de un día atareado.

Y entonces, por un momento, me siento menos solo en el mundo. Porque mientras haya alguien que recuerde cómo hablaba Papá, cómo pensaba, cómo amaba, el mundo no puede estar del todo perdido.


Post data: Esa foto fue tomada la vez que me llevó a pescar en una de nuestras vacaciones. Siempre quise ir a pescar y, bueno, ser el chunco tiene sus ventajas.

Post post data: No pescamos nada.

Comentarios