El torpe de hojalata.
Últimamente me he encontrado atrapado en una pregunta que no parece tener respuesta clara: ¿soy —o no— merecedor de la atención de una musa? No me refiero a la atención superficial, esa que se otorga por cortesía o rutina. Hablo de esa otra, la que nace del interés genuino, del gesto sutil que no se fabrica, del deseo que no se disfraza.
He hablado de esto, en más de una ocasión, con los miembros
de El Exclusivo, ese grupo de amigos al que algún día —si el pudor lo
permite— dedicaré una columna completa. Entre nosotros, la conversación siempre
termina igual: argumentos cruzados, carcajadas nerviosas y ninguna conclusión
definitiva. Y aunque me gustaría decir que nuestras disertaciones resuelven
algo, la verdad es que no. Solo me dejan más consciente de mi propia
inseguridad.
La posibilidad de ser digno de afecto me resulta, a veces,
demasiado lejana. He intentado pensar que se trata de una cuestión de
autoestima. Y tal vez lo sea. Tal vez el problema esté en no haber sabido nunca
cómo interpretar los gestos del otro. Porque hay quienes nacen con una brújula
emocional afinada; otros, en cambio, no distinguen entre un norte afectuoso y
un sur indiferente. Yo pertenezco a ese segundo grupo: el de los que dudan. El
de los que preguntan en silencio si lo que han sentido fue real o solo producto
de un malentendido emocional.
A veces creo que nací con el corazón mal soldado. No porque
no sienta, sino porque no sabe a dónde dirigir lo que siente. Como si todo
estuviera hecho de latón: torpe, rígido, sin la flexibilidad de lo humano. Y
por eso, supongo, cada vez que he intentado creer en algo —una posibilidad, una
señal, un atisbo de cariño— he terminado chocando con la evidencia contraria.
No es que no quiera tener fe. Es que la realidad, por lo general, se encarga de
desgastarla a tiempo.
Esto no me quita el sueño. No todos los días. He aprendido a
vivir con la sospecha de que, para ciertas cosas, uno simplemente no está
hecho. El futuro romántico, por ejemplo. Esa vida compartida, ese corazón que
responde al mío, esa rutina de dos. Lo he imaginado muchas veces, claro, pero
ya no lo espero con la ansiedad de antes. A falta de certezas, uno se
acostumbra a ver pasar el deseo como si fuera tren sin parada en esta estación.
Y sin embargo —porque siempre hay un sin embargo—, hay
noches en que la lógica se resquebraja un poco. Noches en que la luna se cuela
por una rendija más amplia de lo habitual, y la cabeza empieza a maquinar
posibilidades que en el día serían impensables. Noches en que, aunque uno ya
haya aceptado que el amor es cosa de otros, se permite pensar que quizá —solo
quizá— no sería del todo terrible provocar algo en el corazón de esa musa. No
una revolución. No una entrega. Apenas un eco. Un latido leve. Un pequeño
temblor. Algo que no sea indiferencia.
No busco ser amado con estrépito. Pero hay un rincón en mí
que aún desea, con torpeza y sin rencor, no pasar desapercibido. Y aunque a
veces me vea como una figura de hojalata que apenas sabe cómo caminar sin
oxidarse, no me molesta haber sido construido con esta fragilidad. Porque
incluso los corazones más torpes, cuando logran abrazar sin romperse, saben
hacerlo con más verdad que muchos cuerpos suaves.
Quizá nunca aprenda a distinguir cuándo alguien siente algo
por mí. Quizá no haya una musa, ni una señal, ni una posibilidad. Quizá todas
mis sospechas eran correctas desde el principio. Tal vez fui quien amó de más,
quien supuso de más, quien esperó de más, sin que nadie lo pidiera. Y si ese
fue el error, no tengo cómo corregirlo. Ya no.
He aprendido a convivir con la idea de que algunas personas
no fuimos hechas para provocar temblores en los demás. Que, en algunos casos,
el amor no es destino, sino accidente ajeno. Y que uno puede pasar toda la vida
deseando apenas un roce sincero, sin que eso ocurra jamás.
Mientras tanto, en un mundo de brujas, sacras y figuras
paganas, no me queda mucho más que seguir siendo el torpe de hojalata.
Comentarios
Publicar un comentario