En memoria de los cuervos.



Últimamente he pensado en los pequeños gestos de renuncia. No en los grandes sacrificios que se celebran en los libros o las películas, sino en esas decisiones microscópicas que uno toma sin dramatismo y sin testigos: borrar un mensaje antes de enviarlo, cambiar de acera para no cruzarse con alguien, ensayar una conversación que nunca sucederá. Esas renuncias calladas, casi educadas, que no hacen ruido pero que se acumulan en los huesos como polvo fino. Yo las he ejercido con una disciplina que, francamente, debería inquietarme.

No sé si llamarlo instinto, cobardía o una forma muy pulida de autocastigo, pero la verdad es que hay algo en mí que siempre ha sospechado que no merezco del todo las cosas buenas. No por humildad. Tampoco por inseguridad disfrazada. Es más bien una certeza silenciosa, cultivada con paciencia: si me acerco demasiado, decepciono; si me quedo mucho, empiezo a estorbar.

Nunca he sabido sostener una ilusión. Cuando alguna de ellas —y aquí el plural es deliberado y perfectamente impreciso— apareció con su luz y sus maneras de irrumpir sin pedir permiso, yo fui quien se hizo a un lado. No por desinterés, sino por autoconciencia. Porque hay algo ferozmente incómodo en ser mirado con ternura cuando uno aún no ha aprendido a mirarse sin reproche.

El reflejo ajeno puede ser insoportable si uno se siente inhabitable. He querido quedarme muchas veces, pero siempre termino retirándome con elegancia forzada, como quien prefiere irse antes de que le pidan hacerlo. En el fondo, temo que cualquier intento mío se sienta como una nota fuera de tono, como un actor improvisado en una obra demasiado ensayada.

Por eso me he especializado en ser el que se borra antes de ser escrito, el que prefiere ser "casi" antes que "error", el que escucha y admira sin reclamar lugar. Un tipo de fantasma vivo, pero con buena ortografía.

Me ha pasado más de una vez. He sido parte de historias que no ocurrieron, protagonista de diálogos que solo vivieron en mis borradores. A veces me preguntan —aunque cada vez menos— por qué no hice más, por qué no confesé, por qué no tomé la iniciativa. Y siempre pienso lo mismo: porque era más fácil vivir en la imaginación que enfrentarse a una realidad que, muy probablemente, no tendría lugar para mí.

La autodefensa emocional tiene muchas formas; la mía ha sido siempre anticiparme al rechazo, incluso cuando nadie lo ha pronunciado aún. Me adelanto, me retiro, me guardo. Como quien compra paraguas no para evitar la lluvia, sino para no ilusionarse con el sol.

En alguna ocasión, una de ellas me dijo que yo le escribía como si me doliera existir. Sonreí. No lo negué. Porque sí, a veces duele. No por drama, sino porque hay cosas que uno no se atreve a desear. Y desear, en mi caso, siempre ha sido un verbo que roza la vergüenza.

Cuando me ha tocado estar frente a personas luminosas, he preferido observarlas como quien contempla una obra de arte: sin tocar, sin preguntar, sin interrumpir. Porque en ese silencio hay respeto, pero también miedo. Un miedo viejo, heredado de todas las veces que no fui suficiente ni siquiera para mí.

Y sin embargo, escribo. Escribo para ellas —las que fueron, las que no, las que casi— como quien escribe en una botella que se lanza a un mar donde nadie pesca. No espero respuesta. No espero redención. Solo escribo porque es la única forma en que no me siento del todo ausente. Porque mientras escribo, no tengo que fingir que merezco algo.

En la página, puedo ser sincero sin ser juzgado, y eso, aunque suene patético, me ha salvado más de una vez. No sé si alguna de ellas sepa que todavía las recuerdo. No en tono romántico o rencoroso, sino con la gratitud melancólica que uno guarda por las personas que le hicieron creer, aunque fuera por un rato, que valía la pena intentarlo. Incluso si uno no lo hizo.

Así que sí, puede que haya renunciado demasiadas veces, que haya vivido más en el margen que en el centro, que haya cancelado citas que nunca existieron. Pero hay una cierta dignidad en saber cuándo no entrar. Y si alguna vez se preguntan por qué me fui antes de llegar, por qué callé, por qué no interrumpí… pueden culpar a los cuervos. Esos que, como yo, sobrevuelan los recuerdos sin tocarlos, que no cantan, pero que no olvidan.

Porque en el fondo, esta memoria mía no es más que eso: un nido lleno de cosas que jamás volaron.


En portada: Evening on Karl Johan – Edvard Munch (1892)

Comentarios