Falto, luego existo.
Esta mañana, segundos antes de que mi tercera alarma comenzara a sonar —esa que siempre termina ganándome la batalla—, me desperté con una noticia del pasado. Sí, del pasado. No fue una notificación del banco, ni una promoción de alguna tienda departamental: fue un mensaje de esos que no hacen ruido, pero sí eco.
Un personaje de quien he escrito antes —porque la literatura
también es un cementerio lleno de vivos— decidió manifestarse durante la
madrugada. Me contactó. O lo intentó. Como si supiera que justo esa noche, por
una coincidencia poco frecuente, me había ido a dormir temprano. Tan temprano
como lo permite un alma de hábitos nocturnos que siempre ha dicho con
resignación: “ayer me dormí hoy, hoy dormiré mañana”.
Y es curioso: uno pasa noches enteras despierto, disponible,
despierto como un centinela que nunca recibe la carta. Y justo cuando apagas la
lámpara del insomnio y decides regalarte una tregua, ahí llega el espectro de
lo que alguna vez deseaste.
Le escribí algo así como:
¿Por qué siempre recuerdas que existo cuando decido dormir temprano?
No lo pregunté con rencor, sino con esa especie de humor
triste que nace cuando uno ya no se sorprende de los patrones del universo.
Porque esto no solo le pasa a los que aman en silencio, también les pasa a los
que esperan, a los que siembran palabras en tierra seca, a los que entienden
demasiado tarde que no todo lo que florece es para ser recogido.
Me quedé un rato con la pregunta flotando en el techo:
¿Por qué lo que más queremos llega justo cuando no estamos ahí?
¿Por qué cuando estuvimos eternamente, nadie tocó la puerta?
Tal vez no se trata de presencia o ausencia. Tal vez, para
algunos, uno solo existe cuando se vuelve inalcanzable. Quizá hay personas que
solo miran hacia donde antes hubo un faro encendido, pero que ahora se apagó. Y
entonces lo echan de menos, como si no hubiera estado ahí alumbrando durante
todo el naufragio.
Hay amores, amistades, sueños incluso, que parecen obedecer
la lógica de los eclipses: aparecen cuando uno no está mirando, o cuando ya ha
cerrado los ojos para no seguir viendo la misma oscuridad.
A veces el silencio también es una forma de escribir. Y
antes de comenzar esta columna —escrita con el cansancio de quien no durmió
tanto como debía, ni soñó tanto como quería—, entendí algo: Quizá no se trata
de estar, ni de dormir, ni de esperar. Quizá se trata de ser. Ser con dignidad,
incluso en la ausencia. Ser aunque no nos vean. Ser para nosotros, sin miedo a
que lo que amamos llegue tarde o nunca.
Hay mensajes que llegan como aves. Uno decide si abre la
jaula o se queda mirando cómo vuelan de regreso al pasado.
En portada: A Young Girl Reading – Jean-Honoré Fragonard (c.1770)
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