La cantata de los árboles muertos.

 

Abrazar el pasado —lo sé desde hace tiempo— no es un acto de nostalgia, sino de supervivencia.

No lo hago porque quiera. Lo hago porque a veces no queda otra cosa con qué cubrirse cuando el presente se vuelve inhabitable. Y no estoy hablando del drama cotidiano, de las crisis financieras o del cansancio mental que todos padecemos de vez en cuando.

Me refiero al tipo de presente que te arroja al borde de ti mismo. Ese que no grita, pero asfixia. Ese que no se impone con furia, sino con silencio. El presente que te obliga a buscar sombra en lo que ya fue.

De ahí nace esta columna. De la urgencia por escribir algo que me devuelva el aire. Y de esa imagen que desde hace días me ronda como un eco: la de un bosque de árboles muertos, quietos, sin hojas, pero todavía de pie. No florecen, no cantan, no hacen sombra. Pero siguen ahí. Como testigos. Como monumentos. Como advertencia.

Esa es mi memoria últimamente: un bosque seco que no quiero talar. Y es que solo en el recuerdo de sus ojos taciturnos encuentro consuelo. No porque el pasado haya sido perfecto —ni de lejos—, sino porque en sus ramas secas hay aún formas que reconozco. Ahí están sus palabras. Sus gestos. Su forma de herirme sin saberlo. Sus silencios que aún me hablan más que muchas presencias. Y yo, en medio de todo eso, escuchando.

Escuchando la cantata de los árboles muertos. Una melodía triste, pero conocida. Una música sin notas nuevas, pero que no deja de sonar.

Porque en tus decretos, hechizos y rémoras de conciencia aprendí a caminar con cautela. A escribir con vergüenza. A querer sin exigencias. Me diste miedo, lo admito, pero también me diste lenguaje. Y yo —pobre animal verbal que soy— te lo agradezco incluso ahora que ya no estás.

He tenido miedo al cambio toda mi vida. Miedo a dejar de ser lo que fui, aunque lo que fui no haya sido precisamente feliz. Miedo a convertirme en alguien que no sepa recordar.

A veces creo que es por eso que me aferro tanto a las ruinas. No por masoquismo, sino porque ahí aún sé quién soy. Y es que lo único que me queda de ti soy yo. Y si me pierdo a mí, te pierdo doble.

Es curioso cómo lo más difícil no es soltar a alguien, sino aceptar que no hay nada más que soltar. Que lo que se fue no regresará. Que ni siquiera hay ya de dónde sujetarse. Pero uno insiste. Uno ama incluso después. Incluso a destiempo. Uno escucha la cantata de los árboles muertos como escucho las palabras de Kurt en In Utero.

Y sin embargo, con el paso del tiempo, he aprendido algo más. Algo que no consuela, pero sí acompaña. El pasado no se queda atrás. No es una estación a la que uno ya no regresa. El pasado se mueve con nosotros. Nos acompaña en cada paso.

Y aunque ya no florezca, aunque ya no cante con voz nueva, sigue ahí.
Sigue respirando dentro de nuestras decisiones, de nuestros miedos, de nuestras formas de amar a otros.


En portada: Forest in Winter at Sunset – Théodore Rousseau (1846–67)

Comentarios