La defensa francesa.
No suelo jugar
ajedrez. Me gusta observarlo, estudiarlo, incluso hablar de él con entusiasmo
sobreactuado. Pero jugarlo, no. Me pone nervioso la idea de que cada movimiento
tenga consecuencias. Que no haya azar, ni pretextos. Que todo sea culpa mía o
mérito del otro. Que cada silencio tenga el peso de una decisión y cada
decisión, el potencial de un jaque mate. Aun así, no dejo de volver a él, sobre
todo cuando pienso en ti.
Hay días en que
siento que todo esto —esto de escribirte sin saber si me lees, de pensarte sin
saber si me piensas— es una especie de partida por correspondencia. Como esas
viejas contiendas entre maestros soviéticos que se prolongaban por meses, cada
uno enviando su movimiento a través de una carta cuidadosamente redactada. El
reloj no corría para quien esperaba, solo para quien respondía. Y si bien eso
evitaba el apuro, también condenaba al olvido. Supongo que nosotros somos algo
parecido: dos jugadores de distinta escuela, que a veces mueven piezas con
entusiasmo y otras veces dejan el tablero a la intemperie durante semanas.
Pensando en
eso, se me vino a la mente la defensa francesa. Una de las aperturas más
célebres del ajedrez clásico, elegante y temida por igual. Se caracteriza por
dejar momentáneamente en desventaja al jugador que la ejecuta, con tal de
construir a largo plazo una posición firme, sólida, casi inexpugnable. Su fuerza
está en su paciencia. Su belleza, en su previsión. Tal vez por eso me atrae
tanto. Porque cada vez que te escribo, cada vez que regreso a esta dinámica
nuestra de silencios y reapariciones, siento que estoy apostando por algo así:
una posición poco ventajosa al principio, pero que podría volverse irrompible
con el tiempo… si se juega bien.
Tú, por tu
parte, pareces tener una habilidad natural para el jaque sutil. No te
precipitas. No improvisas. Tus respuestas —cuando llegan— parecen
cuidadosamente medidas, como si jugaras desde la escuela de Capablanca o
Rubinstein: con elegancia, con economía, con una claridad que desarma. A mí, en
cambio, se me da mejor el juego suelto, intuitivo, emocional. No soy Fischer,
no soy Kasparov. Apenas soy un amateur romántico que se enamora de sus propios
sacrificios, incluso cuando no conducen a nada.
Hay algo
profundamente triste en estar siempre un movimiento detrás. No porque eso te
haga perder, sino porque te hace imaginar lo que habría pasado si hubieras
tenido la oportunidad de anticiparte. Me esfuerzo en enrocarme, en proteger lo
poco que queda de mí en este tablero donde a veces estás, y a veces no. Y sin
embargo, incluso cuando estás ausente, juego como si fueras a volver en
cualquier momento. Como si tu próxima jugada pudiera llegar esta tarde. Como si
todo dependiera de una columna abierta y no de las horas que llevamos sin
hablarnos.
Quizá lo mío es
solo una mala estrategia. Quizá nunca debí abrir con un peón de rey, ni
escribirte tanto, ni quedarme esperando la partida cuando tú ya estás en otro
torneo. Pero cada vez que pienso en rendirme, en dejar la mesa, algo me
detiene. No sé si es esperanza, ego, o simple terquedad. Lo único que sé es que
me aferro a la idea de que, si te escribo lo suficiente, alguna parte de mí se
quedará viva en tu conciencia, como una partida que nadie termina, pero tampoco
olvida.
Y si esto es
una defensa, quiero creer que es la mejor que tengo. Que no importa si ahora
estoy en desventaja. Que la belleza del ajedrez —como la de estas cartas que no
esperan respuesta— no está en ganar, sino en jugar con el corazón expuesto. A
veces pienso que tú, bruja mía, ya hiciste tu jugada final y yo solo estoy
moviendo piezas por costumbre. Pero mientras no escuches el “jaque mate”,
mientras no cierres del todo este tablero nuestro, seguiré jugando.
Porque a
diferencia de la vida, el ajedrez permite repetir errores con estilo. Y eso,
para los románticos, ya es una victoria.
En portada: "The Chess Players" – Honoré Daumier (c. 1863–67)
Comentarios
Publicar un comentario