Lámparas de espera a presencias intermitentes.
A Hace unos días —lo sé porque lo anoté, porque con ciertas memorias uno no se puede permitir el lujo del olvido— me preguntaron “¿cómo va todo?”. La pregunta es inocente, rutinaria, casi automática. Pero yo no supe responder. A veces digo que va bien por reflejo. Otras, que va mal, por cortesía. Pero esta vez me quedé en blanco, porque en realidad no tengo claro qué es “todo”. ¿La vida? ¿La salud? ¿La estabilidad emocional? ¿El desorden que dejo en cada hoja que escribo?
La respuesta, por supuesto, era más compleja. Todo va… como va lo que no termina de irse.
Como esas palabras que siguen resonando mucho después de que han sido dichas.
Como esa presencia que aparece de pronto —radiante, breve, impredecible— y lo desacomoda todo. Ella tiene esa habilidad. No llega con aviso ni se despide con ceremonia. Surge, de pronto, en una historia que me cuentan, en una palabra mal usada, en un gesto que no se parece a nadie más. Y cuando lo hace, no la reconozco del todo, pero algo en mí —algo que no se ha rendido, algo que se aferra con infantil entusiasmo— se activa, se ilusiona, se queda esperando más. Aunque el “más” nunca llegue.
La he sentido tan cerca como un susurro en la nuca y tan lejana como una constelación.
No estoy seguro de si sigue existiendo tal como la recuerdo, o si ya es una criatura construida por la repetición de mis propias palabras. Pero regresa. De eso no tengo duda. Regresa y luego se va. A veces en cuestión de horas. A veces en años.
Y yo, con esa torpeza emocional que me caracteriza, me quedo ahí. Sin saber qué decir. Sin saber si debería decir algo. Porque, aunque la siento, ya no la conozco. Ya no sé qué lugar ocupo —si es que aún ocupo alguno— dentro de su arquitectura sentimental. Pero hay algo en esa intermitencia que me mantiene vivo. Como si, en esas apariciones fugaces, hubiera un contrato tácito que le permite seguir siendo mía aunque no lo sea.
Nunca le pido explicaciones. Nunca espero respuestas. Pero cuando regresa, por breve que sea, mi conciencia se ordena como si alguien hubiera abierto una ventana. A veces creo que por eso le sigo escribiendo: porque ella es la única interlocutora que no tiene que contestar para que yo sienta que estoy siendo escuchado.
No sé si es amor. No sé si es obsesión. No sé si es nostalgia disfrazada de fe. Lo que sí sé es que, mientras siga apareciendo —aunque sea como una sombra con aroma a flor marchita—, seguiré sintiendo que vale la pena escribir.
Y sí, soy consciente de lo absurdo. De lo trágico. De lo poéticamente ridículo que suena esto. Pero eso también forma parte de mí: esa especie de fidelidad autodestructiva que no exige presencia, pero celebra cada reaparición como si fuera la última estrella en el cielo.
A veces fantaseo con que ella lee estas columnas. No por ego, sino porque en ellas me confieso como nunca me atreví a hacerlo cuando la tenía —aunque fuera por instantes— frente a mí. Y entonces, si lee, si realmente lee, sabrá que no he dejado de pensarla. Que no importa cuánto silencio crezca entre nosotros, su nombre sigue flotando en mi conciencia con una suavidad que ni el tiempo ha podido arrugar.
Ella, la bruja de mis mejores pesadillas, sigue regresando. En fragmentos, en atisbos, en ese modo que tienen ciertos recuerdos de manifestarse en voz baja.
Y yo —torpe, paciente, necio— sigo dejando encendida la lámpara por si algún día, sin avisar, vuelve a cruzar por aquí.
En portada: The Lady of Shalott (1888) – John William Waterhouse
Comentarios
Publicar un comentario