Las Sombras de San Ildefonso.
Hay lugares que no desaparecen aunque uno los deje atrás. Espacios que no se limitan a la arquitectura ni a los muros, sino que se extienden como una bruma sobre los recuerdos. El Colegio de San Ildefonso, por ejemplo, no me ha dejado desde el día en que una sombra —no la mía— se cruzó con la mía entre los murales, y descompuso por completo mi noción de lo real.
Aquella tarde el calor caía con severidad. El sol estaba en
su punto más alto y los pasillos parecían hervir bajo los pies. Yo caminaba con
la mente ocupada en nada importante, cuando de pronto la vi. Fue una aparición
que no hizo ruido, pero dejó marcas. Llevaba un vestido bermellón, de esos que
no buscan atención y, sin embargo, la retienen. Su paso tenía una cadencia que
no parecía humana. Y entonces, sin buscarlo, su figura me alcanzó con la
precisión de un delirio bien calculado.
No hubo palabras. Ni un roce. Ni siquiera un cruce de
miradas claro. Pero algo en su presencia desató en mí un tipo de vértigo que no
conocía. Mis manos sudaron sin motivo, mis piernas perdieron firmeza y mi mente
comenzó a inventar excusas para no acercarme. Lo que sentí no fue susto ni
deseo. Fue un miedo más fino: ese que se produce cuando algo —o alguien—
descoloca tu mundo con solo estar ahí.
Sus ojos eran oscuros y apacibles, pero no vacíos. En
realidad, eran tan profundos que costaba mirarlos sin sentirse atravesado. Por
momentos pensé que no era real. Su expresión parecía la de una muñeca de
porcelana: bella, inmóvil, ajena. Dudé incluso si aquella figura era humana o
una especie de aparición destinada a quedarse en el borde de mis días.
Y, sin embargo, seguí viéndola. No a ella directamente, sino
a la imagen que dejó en mí.
La vi en la repetición de mis pensamientos, en los trazos de
Rivera, en las paredes que ya no volvieron a ser neutrales. En una de esas
visitas a San Ildefonso, nuestras sombras coincidieron, proyectadas en la
piedra como una coreografía escrita por alguien más. Fue ahí, en ese cruce
mínimo, donde todo se volvió distinto.
Intercambiamos una sonrisa breve, casi defensiva, pero bastó
para desordenar mis certezas. Desde entonces, entendí que algo en mí dependía
de volver a coincidir con esa sombra que se parecía tanto a ella.
Las pinceladas de Orozco fueron testigos de mi desorden. Los
colores de Siqueiros comprendieron, mejor que yo, la melancolía con la que me
fui. No sé si ella notó algo. Tampoco importa. Lo que importa es que yo noté lo
suficiente como para no olvidar. Y desde entonces, cada que vuelvo a San
Ildefonso, camino sin apuro, como quien acepta que ciertas coincidencias no se
buscan, solo se esperan. Con la esperanza —no torpe, pero sí constante— de que
alguna tarde, nuestra sombra y la suya se crucen otra vez.
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