Nubes, amuletos y brujería.
Hace unas horas, mientras recorría la carretera desde la capital hasta tu casa, observé cómo la niebla comenzaba a descender hasta el asfalto. Me pregunté: ¿las nubes están cayéndose o me estoy acercando a las faldas del cielo? Bueno, esa pregunta me hizo pensar... Pensar, para no variar, en ti.
No es que te piense siempre —al menos no con el mismo tipo de intensidad—, pero hay ciertos climas que te invocan sin consultarme. La niebla, en particular, tiene tu misma forma de aparecer: lenta, densa, envolvente. No llega de golpe, no anuncia su presencia, simplemente toma el espacio, lo transforma y se instala como si nunca hubiera estado ausente. Supongo que esa es una de las formas más precisas de describirte.
Te he llamado de muchas formas, lo sabes, pero ninguna tan apropiada como esta: la bruja de las nubes. No porque te atribuya facultades mágicas —aunque algo de eso hay—, sino porque, como las nubes, te muestras y te escondes con la misma facilidad. Eres el terreno enmarañado donde se cruzan mis pensamientos, la sombra fresca donde descansa la parte más insomne de mi conciencia. Hay algo tuyo en todo lo que no logro entender del todo, y aun así insisto en caminarlo.
Nuestra relación —si es que merece tal nombre— siempre fue más escrita que vivida. No somos grandes conversadores, pero sí constantes en el intercambio epistolar. Cada mensaje tuyo es una carta que viaja desde un mundo al que nunca fui invitado del todo. Y aun así, me aferro a la ilusión de pertenecer. Yo también te escribo, claro, pero en voz baja, con esa mezcla de esperanza y resignación que solo se reserva para quienes duelen bonito.
A veces me consuelo con la idea de que aún me lees. Que estas columnas te llegan de alguna forma, como ecos que te rozan en días nublados. Que no soy del todo olvido, solo archivo. Pienso en ti más de lo que admito y, aunque no estoy seguro de querer que regreses, no puedo evitar imaginar cómo sería ese regreso. No como antes —demasiado frágil, demasiado breve—, sino distinto. Un regreso de los que se quedan.
No me hago falsas promesas. Sé que hay personas que solo aparecen para enseñarte a escribir mejor. Y si ese fue tu papel, lo hiciste con maestría. Pero cuando la bruma baja y cubre el camino, cuando el cielo parece fundirse con la tierra, no puedo evitar pensar que aún podrías estar al otro lado del sendero, lista para emerger. Como si hubieras estado ahí todo este tiempo, observando.
No sé si alguna vez volverás del todo, ni siquiera sé si te interesa. Pero si lo haces, quiero que sepas que el bosque sigue aquí, que mi voz no ha dejado de llamarte, aunque sea en voz baja, y que mi memoria aún guarda espacio para ti, incluso si todo lo demás ha cambiado.
Por ahora, sigo el camino. Pienso en ti cuando la niebla cubre el parabrisas y me obliga a ir más lento. No es una metáfora. Es solo que hay climas en los que la conciencia se pone más vulnerable. Y hay nombres que, por más que uno intente, no se borran del todo.
En portada: Autorretrato con un girasol – Hilma af Klint (1907)
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