Recuerdos fuera de presupuesto.

 

Esta noche tenía planeado publicar otra cosa. El texto ya estaba escrito, corregido, y —como siempre— con la firma temblorosa de alguien que todavía cree que escribir es una forma de hacer las paces con lo que no se comprende. Era una columna distinta, quizás menos íntima, más reflexiva. Pero a última hora, y sin previo aviso, recordé a alguien.

No como se recuerda una anécdota, sino como se recuerda una melodía que uno creyó haber olvidado. Y me fue imposible no escribir sobre ello.

Hay personas que no se ven con claridad, pero cuya presencia se graba con una nitidez casi sobrenatural. Ella fue una de esas presencias.

No compartimos espacio con frecuencia —de hecho, casi nunca—, pero cuando lo hicimos, yo la miré como se mira algo que se sabe lejano, como quien observa desde un andén a un tren que no abordará.

No había pretensión, ni expectativa, ni plan alguno. Solo una fascinación silenciosa por su forma de estar. Era, como decirlo sin caer en lugares comunes, una de esas bellezas que no necesitan ser explicadas para ser comprendidas. Y, aun así, no fue su rostro lo que más me atrapó.

Con el tiempo, ocurrió lo que jamás imaginé: hablamos. No con voz, sino con letras. Una conversación escrita, constante, fiel como los rituales antiguos. Mañanas, tardes, y sobre todo noches: nos contábamos el día como si uno fuera la bitácora del otro. No éramos amigos, no éramos pareja, no éramos nada que pudiera definirse… pero escribíamos. Y eso, en aquel entonces, me bastaba.

No le dije nunca que me gustaba. No porque no lo hiciera —¿cómo no hacerlo?—, sino porque el afecto se sentía más auténtico cuando no pedía nada a cambio. A veces, solo quería que supiera que había alguien del otro lado. Alguien que pensaba en ella antes de dormir. Alguien que celebraba sus mensajes como se celebra una carta en una guerra lejana.

Un día, sin ruido, dejó de responder. No hubo reclamos. No hubo promesas rotas.

Solo la desaparición gradual de una rutina que había aprendido a amar. Le escribí una o dos veces más, cartas que aún viven en alguna carpeta perdida. Nunca las respondió. Supuse que no debía insistir. Y no lo hice.

Ella siguió su vida —lo sé, o al menos lo imagino—. Conoció otras personas, otros afectos, otros mundos. Yo también seguí. Pero de vez en cuando, muy de vez en cuando, me pregunto si ella sabrá que sigo escribiendo. No necesariamente para ella. Pero con ella en la tinta.

Porque lo cierto es que aún escribo como si alguien pudiera encontrar entre líneas un susurro que no se atrevió a decirse en voz alta. Y es que lo único que me queda de ti soy yo. Yo que aún te pienso. Yo que aún te leo en mis propios párrafos. Yo que aún espero que —por curiosidad, por error, o por lástima— algún día vuelvas a cruzarte con mis palabras.

No sé si leerás esto. No sé si recordarás aquel vaivén de mensajes que alguna vez fue nuestra forma de existir. Pero si llegas hasta aquí, quiero que sepas que en mi memoria no eres una página cerrada, sino una nota al pie que aún me acompaña.

Porque hay vínculos que no se entienden, ni se explican, ni se superan. Solo se aceptan como se acepta una luz lejana que nunca fue faro, pero que de vez en cuando, ilumina con ternura lo que quedó atrás.

Y si esta columna, por alguna razón, llega hasta ti, que sepas que no busco respuesta. Solo quería recordarte que, en algún lugar de este mundo todavía hay alguien que te recuerda como quien recuerda algo hermoso que no volvió, pero que tampoco se fue del todo.



En portada: Daydream – Daniel Ridgway Knight (c. 1890)

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