Se le llama "migajas".
Las recientes lluvias me han dado en qué pensar. No por romántico —que también—, sino porque la lluvia tiene ese efecto de ralentizarlo todo. De obligarte a mirar el cielo, y después, inevitablemente, mirar hacia adentro. Y cuando uno se mira lo suficiente, empieza a recordar. No siempre lo que quiere, pero sí lo que aún duele.
Hay días, por
ejemplo, en que me descubro esperando algo. No sé bien qué. Un gesto, una
palabra, una reaparición. A veces es un mensaje que no llega, otras veces es
una reacción que nunca fue. Me he vuelto experto en adivinar señales que
probablemente no existen. Y aun así, me aferro a ellas. Como si cada respiro
vago, cada saludo sin énfasis, fuera una carta escondida entre líneas. A eso,
me temo, se le llama migajas.
No quiero sonar
trágico, pero confieso que he escrito páginas enteras por una línea suya. Me he
mantenido firme durante semanas con la sola esperanza de una aparición mínima,
fugaz, casi accidental. He atribuido peso literario a palabras lanzadas al azar.
Y cuando el silencio es más largo de lo habitual, me consuelo pensando que tal
vez solo está ocupada.
A lo mejor uno
ama así cuando no aprendió de otra forma. O cuando, a falta de certezas, se
apega al modo de afecto que conoce: uno intermitente, incompleto, lleno de
pausas largas y palabras que no se dicen nunca del todo. Eso, a veces, basta. Eso,
a veces, parece amor. O algo que se le parece cuando uno no quiere mirar
demasiado de cerca.
No sé si ella
—la que carga con todo esto, la que aún aparece sin anunciarse, la que no sé si
es real o solo memoria— tiene idea de cuánto peso tienen sus gestos en esta
versión de mí que escribe. Sospecho que no. Y quizá sea mejor así. Porque si lo
supiera, si comprendiera cuánto puede alterarme con tan poco, probablemente se
iría del todo. Y prefiero este limbo a una despedida oficial.
Me pregunto si
escribir esto es, también, una forma de mendigar presencia. Si, al final, cada
columna que publico no es otra cosa que un cuenco invisible extendido hacia una
figura que no sé si me ve.
Sé que hay algo
patético en todo esto. Algo casi cómico. Lo pienso cada vez que reviso el
teléfono como si ahí estuviera la respuesta a todas mis preguntas. Pero también
sé que en esta espera hay una forma de cariño que no se me agota. Una lealtad
extraña. Un tipo de fe sin fundamento. Una costumbre de estar para alguien
incluso cuando ese alguien ya solo vive en el espacio entre las frases.
Así que sí,
puede que sean migajas. Puede que lo que recibo no alcance para nada.
Pero a veces esas migajas saben a todo lo que me falta. Y por ahora —solo por ahora— me parecen suficiente.
En portada: Woman at her Toilette (c. 1875–1880) – Berthe Morisot
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