Segundo domingo de junio.

 

No tengo claro quién decidió que los homenajes se midieran por decibeles, por colorido, por el tamaño de los ramos o por la anticipación con la que se hacen las reservaciones. Lo que sí sé es que el Día del Padre, si algo tiene, es discreción. Y no lo digo con queja. Lo digo con la voz baja que uno adopta cuando piensa en su padre sin necesidad de anunciarlo.

El mío no estuvo en todos los festivales. No supo las letras de las canciones de fin de curso ni los días de entrega de boletas. No porque no quisiera, sino porque trabajaba. Esa frase que de niño cuesta tanto comprender y que de adulto se vuelve la definición más sencilla del amor.

Lo recuerdo llegando a casa ya entrada la tarde, con la camisa todavía abrochada hasta arriba, como si el deber no le permitiera relajarse del todo, acostado en la hamaca, preparándose para que, en solo unas horas, regresar a trabajar. Hablaba poco, pero decía lo necesario. Nunca me hizo preguntas rebuscadas. Bastaba con que yo supiera lo que debía hacer. Y si no lo sabía, entonces lo aprendía.

Mi padre fue de esos hombres formados a la vieja escuela. De los que no sabían decir “te quiero” en voz alta —al menos todo el tiempo—, pero sabían arreglar una fuga, cambiar una llanta, mantener el nombre limpio y llegar a tiempo. Nunca vi en él sentimentalismo, pero sí una constancia que, con los años, entendí que es otra forma —una más dura pero más duradera— de ternura.

Crecer con un padre así fue aprender a leer entre líneas. A traducir miradas, a interpretar silencios, a descubrir que hay abrazos que no se dan con los brazos, sino con la espalda recta y los pies firmes frente a las tormentas.

Con el tiempo, todos queremos aprender a ser padres. Nos preparamos, leemos, cuestionamos los modelos antiguos, tratamos de hacerlo mejor. Pero nadie —o casi nadie— nos enseña a ser buenos hijos.

Aprender a ser hijo es un arte que uno empieza a dominar justo cuando ya es tarde para preguntarle cómo lo hizo él. Es entender que la distancia también puede ser pedagogía. Que un hombre no necesita estar todos los días para quedarse toda la vida.

Que el miedo no se vence con consejos, sino con el ejemplo.

A veces, cuando me miro en el espejo, noto gestos suyos que han ido apareciendo sin pedir permiso. Un fruncir de ceja. La forma de acomodar los botones. El modo en que cuelgo los abrigos. Detalles menores, pero que me confirman que no hace falta gritar para dejar una herencia.

Hoy, que es el Día del Padre —ese día que se celebra como si se pidiera permiso para hacerlo—, quiero decir algo que rara vez se escribe: gracias por enseñarme a ser hijo.

Porque en medio de todos los errores, las fugas emocionales, los días en que no supe cómo hablarte, lo cierto es que siempre supe quién eras. Y en el fondo, aunque no lo dijera, quería ser como tú.

Esta tarde no te veré en tu hamaca, pero cada vez que te extraño, basta con verme en el espejo, tu pelo, tu nariz, y claro, nuestro evidente astigmatismo.

No te encontraré trabajando en la oficina, sino a donde me toque estar siendo mejor por lo que me enseñaste.

Tal vez no estás hoy aquí, pero cada que me equivoco menos, sé que ahí estás.


En portada: Don Tali y su servilleta, hace poco más de una década durante el carnaval de Veracruz.

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