Sobre "Alba: Oda a la nostalgia".
José Madero ha sido, sin yo proponérmelo, una suerte de narrador omnisciente en mi vida. Como esos personajes que, desde las sombras del telón, dictan lo que uno aún no sabe que sentirá. Su discografía ha sido una línea paralela a mis propios tránsitos: la secundaria con sus espinas, la preparatoria como umbral incierto, la adultez como una promesa sin firma. Pero entre todos sus álbumes, hubo uno que se me presentó a destiempo. Uno que no encajó, no porque estuviera mal hecho, sino porque me faltaba todavía perder ciertas cosas para comprenderlo. Me refiero a Alba, ese monumento sigiloso a la nostalgia.
La nostalgia es una emoción incómoda. No tiene la violencia
del dolor ni la ligereza de la alegría. Es una herida tibia, una presencia de
lo que ya no está. Y Alba la recoge con la precisión de un entomólogo
que estudia mariposas extintas. No hay en el álbum una búsqueda por rehacer el
pasado, sino por habitarlo brevemente, como quien entra a una casa antigua solo
para respirar el polvo acumulado de su infancia. Cada canción es un cuarto con
luces apagadas. Y uno, al recorrerlo, se ve reflejado en los objetos que no
recordaba haber olvidado.
Quizá eso me pasó la primera vez que lo escuché: no tenía
con qué medirlo. Era joven aún, no lo bastante para mirar hacia atrás con
ternura, pero sí lo bastante confundido como para no saber a dónde iba. El
álbum era una carta escrita a mano que no reconocía mi letra. No era para mí,
no todavía.
Hoy lo escucho distinto. Con más gente fuera de mi vida, con
más libros cerrados, con más casas que ya no me pertenecen. Y Alba no ha
cambiado, pero yo sí. Entiendo ahora que la nostalgia no es solo memoria; es
una forma de estar en el presente. Es lo que nos confirma que hubo algo
valioso. Lo que demuestra que uno fue feliz aunque no lo supiera en ese
entonces. En ese sentido, Alba no es solo una oda a lo perdido, sino una
guía para encontrar sentido en el vacío.
Y si la música puede hacer eso —si puede ser ese espejo que
devuelve imágenes en movimiento—, entonces tiene más poder que cualquier
discurso. Porque no nos dice qué pensar, solo nos permite recordar lo que ya
habíamos sentido. Y en esa evocación, uno se encuentra consigo mismo, no como
es, sino como fue… y, a veces, como pudo haber sido.
Alba no fue escrito para mí en 2018. Fue un mensaje
del pasado, enterrado en una botella, que el mar devolvió justo cuando más lo
necesitaba. Porque así opera la nostalgia: es el porvenir que nos observa,
callado, desde el ayer.
En portada: José Madero Vizcaíno
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