Sobre escribir (y ser leído).

 

Escribir es un acto profundamente egoísta. Aunque digamos que es por y para los demás, lo cierto es que muchas veces solo escribimos para no enloquecer. Para ordenarnos por dentro. Para intentar ponerle nombre a eso que se nos desborda en las madrugadas. Nadie nos exige hacerlo, y sin embargo, lo hacemos. Una y otra vez. Como un ritual sin fieles. Como una plegaria que no espera respuesta.

He pensado mucho en lo extraño que es dedicar horas enteras a construir frases, a pulir silencios, a buscar palabras justas… sabiendo que probablemente nadie leerá lo que estamos dejando ahí, en la mesa, como un pan frío en una fiesta vacía. Uno aprende pronto a no esperar aplausos. Ni siquiera ojos atentos. La escritura, a veces, es como arrojar botellas al mar: con suerte, alguien las recoge; con mayor frecuencia, quedan flotando, olvidadas.

Y aun así, no dejamos de escribir.

Supongo que tiene algo de redención. O de castigo. O ambas cosas. Uno escribe para no morir del todo, pero también para quedarse atrapado en lo que no se puede decir en voz alta. Escribir es la forma más elegante de tartamudear el alma.

Mis musas —esas sombras que rondan mis textos— casi nunca han dicho nada. Ni una sola palabra. Las he visto pasar como siluetas entre mis delirios. Algunas, con forma precisa. Otras, como niebla que apenas se deja adivinar. Pero todas, sin excepción, me han cambiado. No por lo que dijeron, sino por lo que me obligaron a escribir. Y aunque casi nunca respondan, aunque permanezcan en ese silencio que a ratos desespera, yo sigo escribiendo para ellas. O por culpa de ellas. Que a estas alturas ya no sé cuál es la diferencia.

Hoy, sin embargo, quiero escribir para una en particular.

No diré su nombre —eso sería una irreverencia. Pero sí puedo decir que fue la primera. La que vio, sin saberlo, cómo empezaban a temblarme las manos cuando intentaba ordenar ideas. La que me escuchó hablar de libros antes que de mí. Aquella que, en su amor por la lectura, me hizo desear que algún día ella leyera algo mío. Algo de lo que salía, torpemente, desde mis adentros.

No sé si lo ha hecho. No sé si se ha topado con alguna de estas columnas. Pero tengo la leve sospecha —dulce, casi infantil— de que tal vez sí. Tal vez un día cualquiera, por pura casualidad o por nostalgia, haya decidido leerme. Si eso ocurrió, si por un instante sus ojos se posaron sobre uno de mis textos, solo quiero decirle gracias.

Gracias por seguir leyendo los delirios que salen de esta conciencia cansada. Gracias por hacerme pensar que hay, al menos, una persona que aún podría estar del otro lado de la página.

Y ojalá —solo ojalá— esta columna le parezca un poco mejor que aquel arrugado pedazo de papel que alguna vez, con todas mis torpezas, le entregué.

 

En portada: Midsommar - Ari Aster (2019)

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