Sobre las cartas no entregadas, la tinta roja y otros pormenores.

No suelo dar demasiada importancia a ciertos gestos que hago de forma automática. A menudo les llamo costumbre, o simple capricho, como quien deja una taza a medio tomar o camina por una banqueta distinta sin saber por qué. Pero algunas veces —muy pocas— una acción mínima revela su peso después de ocurrida, como una palabra que, al releerse, cobra otro sentido.

Hace algún tiempo, intenté entregarle una carta a una persona que nunca sabrá cuánto ha escrito en mí.

No fue una historia de grandes momentos ni de conversaciones memorables. Apenas si hubo palabras. Pero bastó verla una vez, sentada sobre los muretes de entrada, para que el mundo —ese que normalmente se niega a ser poético— se llenara de símbolos.

No sabía nada de ella. Ni su nombre, ni sus ideas, ni sus defectos. Y, sin embargo, era como si una parte mía la hubiera estado esperando mucho antes de conocerla.

El acto de escribirle no fue planeado. Fue algo que surgió como se enciende una lámpara en la oscuridad: de pronto, sin aviso, y con cierta necesidad urgente de ser vista.

Usé tinta roja. Nunca lo había hecho antes. Supongo que inconscientemente quise dejar claro que no se trataba de cualquier mensaje. El rojo es peligro, es vida, es advertencia, es todo lo que uno intenta contener y no logra. Además, no tenía otra tinta en ese momento —pero conviene quedarse con la primera justifiación—.

Y sin embargo, la carta no fue entregada.

Llegué tarde. Ella ya no estaba. Y con su ausencia se disolvió también el impulso, la valentía, el impulso tembloroso de la posibilidad. Me quedé con la hoja en la mano, el nombre sin dueño y la sensación de haber escrito algo demasiado íntimo como para confiarlo al azar de su lectura.

Tal vez era mejor así. Tal vez uno escribe no para ser leído, sino para no desbordarse.

Desde entonces, he pensado mucho en cómo ciertos rostros logran instalarse en la conciencia con más fuerza que los recuerdos antiguos. No necesito saber más de ella para recordarla. Su risa —vista desde lejos— se volvió paisaje. El sonido de sus pasos se volvió pensamiento. Y esa sonrisa apenas insinuada, esa que nunca fue para mí, fue suficiente para alimentar noches enteras de conjeturas y frases que nunca salieron de mi boca.

Hay un miedo que no he sabido domar: el de oír su voz. Porque si alguna vez escucho cómo suena, temo caer rendido. Y lo que es aún más temible: descubrir su nombre, y tener por fin a quién dirigir todo esto que he escrito sin remitente.

Las cartas no entregadas no son fracasos. Son monumentos discretos al amor que se mantuvo fiel incluso sin tener dónde posarse. Son, quizá, la forma más elegante de callar.


En portada: Writing a Letter – Louise Catherine Breslau (c.1885)

Comentarios