Sobre lo que no es nuestro (o dejó de serlo).
Nunca he sabido muy bien cómo se recibe el amor. No el ideal, no el teórico, sino ese que se presenta sin demasiados adornos, con la sinceridad de una taza tibia o una pregunta a deshoras. Ese que llega sin exigir nada más que nuestra presencia. Y sin embargo, aún ahí, en su forma más generosa, se siente extraño. Inmerecido. Como si fuera un abrigo prestado que uno teme arrugar.
Hay quienes
aprenden a aceptar el afecto con naturalidad, a dejarse querer sin buscar
explicaciones. Yo, en cambio, nunca he terminado de creer que alguien pueda, de
verdad, quedarse. Cuando se ha crecido con la costumbre de anticipar lo
efímero, el amor se vuelve una especie de enigma: se duda de él incluso
mientras se lo abraza.
No es que no lo
haya sentido. Tampoco que no lo haya valorado. Es más bien que no supe
habitarlo. El amor me fue dado, y fui yo quien no encontró del todo cómo
sostenerlo entre las manos. No por crueldad, sino por miedo. Porque cuando uno
ha convivido tanto tiempo con sus propios demonios, cualquier cosa luminosa
parece un espejismo. Y en lugar de mirarla con gratitud, se la examina con
sospecha. Se empieza a pensar que quien nos quiere no nos ha mirado bien
todavía. Que cuando lo haga, cuando note los temblores, las manías, los vacíos
mal disimulados, cambiará de opinión.
El verdadero
desastre no es que el amor se vaya. El verdadero desastre es que se vaya sin
haberlo terminado de recibir. Porque una parte de uno sabía que estaba ahí, y
al mismo tiempo, otra parte se negaba a aceptarlo del todo. No porque no lo
quisiera, sino porque no supo cómo.
Es así que,
inevitablemente, llega el día en que se siente que ya no se es objeto de ese
deseo. Que ya no hay preguntas nuevas, que los gestos se vuelven breves, que
los ojos ya no se detienen igual. Uno comienza a extrañar cosas que nunca
fueron completamente suyas, y lo hace con la certeza dolorosa de que fue
responsable, aunque no intencionalmente, de perderlas.
Asumir la culpa
no ofrece consuelo. Solo claridad. Uno empieza a revisar los hilos, a
preguntarse en qué punto dejó de cuidar lo que más temía perder. Y lo más crudo
no es aceptar esa responsabilidad.
Lo más crudo es
saber que, incluso si el tiempo retrocediera, probablemente volvería a tomar
las mismas decisiones. No por necedad, sino porque hay formas de ser que no se
abandonan tan fácilmente. Algunas inseguridades se mimetizan con los huesos,
algunas costumbres son más viejas que uno mismo.
Queda entonces
esa mezcla incomprensible de tristeza y deseo. El anhelo por algo que no se
tuvo del todo, pero que se extraña como si hubiera sido propio. La nostalgia de
lo no vivido plenamente. El vacío que deja no lo que se perdió, sino lo que
nunca se supo habitar como se debía.
A veces lo que
más deseamos no es lo que podríamos tener, sino lo que dejamos de merecer por
no saber sostenerlo a tiempo. Y sí, a pesar de todo, a pesar de la torpeza, del
miedo y de las decisiones mal tomadas, sigue ahí ese deseo intacto, absurdo,
paciente, por aquello que ya no es nuestro. O que dejó de serlo mucho antes de
que lo notáramos.
En portada: A Royal Affair - Nikolaj Arcel (2012)
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