Sobre los huéspedes y otros embrujos.
Supongo que esa impresión se origina cuando ciertas
presencias se asoman en los momentos menos oportunos. O mejor dicho, cuando no
se asoman, pero se intuyen. Porque hay ausencias que no exigen un historial de
encuentros para doler, ni una larga lista de conversaciones para convertirse en
necesidad. A veces, basta una palabra en el momento exacto para que alguien se
encaje tan profundo como si llevara años escondido en uno.
Y uno no sabe qué hacer con eso.
Hay quienes llegan con sutileza —casi por error— y logran
alterar el orden de los silencios más pulcros. No hacen escándalo, no exigen
explicaciones. Solo están, apenas, como un parpadeo entre líneas o un eco
inesperado. Y sin embargo, logran establecerse como si fueran lo único que uno
ha estado esperando sin saberlo.
He intentado explicarme por qué ciertas personas tienen esa
capacidad tan precisa de colarse por los resquicios. Tal vez sea la forma en
que nombran las cosas, o el modo en que nos miran sin vernos del todo, como si
supieran algo de nosotros que aún no nos atrevemos a confesar. Es posible
también que algunas almas estén diseñadas para recordarnos versiones más plenas
de nosotros mismos, aunque solo sea por un instante.
No necesito verla para saber que su imagen se mantiene. No
hace falta que esté cerca para que su recuerdo acomode los muebles de mi
cabeza. Y no se trata de obsesión, ni de romanticismos torpes. Es más bien la
certeza de haber sido tocado por algo que no puede nombrarse sin perder parte
de su hechizo.
Por eso estos días —a pesar del descanso, del clima amable,
de los libros sin leer— tienen algo de desencaje. Porque incluso en el espacio
más conocido, uno puede sentirse visitante si falta una presencia que nunca
llegó del todo. Se extraña de forma rara: no como quien pierde, sino como quien
nunca termina de tener.
Hay personas que no necesitan gritar para quedarse. Que no
asustan, pero embrujan. Que no pertenecen a nuestras pesadillas, pero que
tampoco caben en la luz de lo cotidiano. Son como esas figuras que se escapan
cuando el ojo intenta fijarlas, pero que luego uno encuentra sin aviso, en la
música de una palabra, en la sombra de una taza, en el eco de una pregunta.
Y aquí estoy: escribiendo desde un escritorio familiar, bajo
una lámpara de siempre, en la casa de ustedes… intentando entender cómo se
puede extrañar tanto algo que apenas se hizo presente. O, peor aún, algo que
tal vez nunca fue completamente real, pero que, con eso y todo, se sigue
sintiendo como si siempre hubiera estado aquí.
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