Sobre los huéspedes y otros embrujos.


Estos días —ahora que estoy de vacaciones en la casa de ustedes— he sentido más ajeno el espacio que debiera resultarme más familiar. No es que haya cambiado la disposición de los muebles, ni que los pasillos tengan nuevas grietas; es más bien la sensación discreta de estar ocupando los rincones sin terminar de habitarlos, como si fuera un huésped en casa propia. Uno agradece el techo, reconoce los cuadros, la taza de siempre… pero algo en el aire se ha desacomodado.

Supongo que esa impresión se origina cuando ciertas presencias se asoman en los momentos menos oportunos. O mejor dicho, cuando no se asoman, pero se intuyen. Porque hay ausencias que no exigen un historial de encuentros para doler, ni una larga lista de conversaciones para convertirse en necesidad. A veces, basta una palabra en el momento exacto para que alguien se encaje tan profundo como si llevara años escondido en uno.

Y uno no sabe qué hacer con eso.

Hay quienes llegan con sutileza —casi por error— y logran alterar el orden de los silencios más pulcros. No hacen escándalo, no exigen explicaciones. Solo están, apenas, como un parpadeo entre líneas o un eco inesperado. Y sin embargo, logran establecerse como si fueran lo único que uno ha estado esperando sin saberlo.

He intentado explicarme por qué ciertas personas tienen esa capacidad tan precisa de colarse por los resquicios. Tal vez sea la forma en que nombran las cosas, o el modo en que nos miran sin vernos del todo, como si supieran algo de nosotros que aún no nos atrevemos a confesar. Es posible también que algunas almas estén diseñadas para recordarnos versiones más plenas de nosotros mismos, aunque solo sea por un instante.

No necesito verla para saber que su imagen se mantiene. No hace falta que esté cerca para que su recuerdo acomode los muebles de mi cabeza. Y no se trata de obsesión, ni de romanticismos torpes. Es más bien la certeza de haber sido tocado por algo que no puede nombrarse sin perder parte de su hechizo.

Por eso estos días —a pesar del descanso, del clima amable, de los libros sin leer— tienen algo de desencaje. Porque incluso en el espacio más conocido, uno puede sentirse visitante si falta una presencia que nunca llegó del todo. Se extraña de forma rara: no como quien pierde, sino como quien nunca termina de tener.

Hay personas que no necesitan gritar para quedarse. Que no asustan, pero embrujan. Que no pertenecen a nuestras pesadillas, pero que tampoco caben en la luz de lo cotidiano. Son como esas figuras que se escapan cuando el ojo intenta fijarlas, pero que luego uno encuentra sin aviso, en la música de una palabra, en la sombra de una taza, en el eco de una pregunta.

Y aquí estoy: escribiendo desde un escritorio familiar, bajo una lámpara de siempre, en la casa de ustedes… intentando entender cómo se puede extrañar tanto algo que apenas se hizo presente. O, peor aún, algo que tal vez nunca fue completamente real, pero que, con eso y todo, se sigue sintiendo como si siempre hubiera estado aquí.

 

En portada: Marriage Story - Noah Baumbach (2019)

Comentarios