Tablero hueco: segunda parte.

 

Hay algo profundamente desgastante en acercarse al futuro sin certezas. Como si cada paso que se da hacia el mañana implicara dejar atrás una versión de uno mismo que todavía no se termina de entender. Es curioso: cuanto más camino, más quiero regresar. No por nostalgia en sí, sino porque el ayer, aunque imperfecto, al menos me era familiar.

Últimamente me he descubierto haciéndome preguntas que no sé si quiero responder. Una en particular no deja de rondarme: ¿cuánto de mí se queda en el presente cuando todo el tiempo estoy pensando en lo que no fue? Esa duda me golpea con la delicadeza de lo inevitable. A veces pienso que el tiempo no es una línea, sino una espiral: y en cada vuelta me encuentro con las mismas preguntas, solo que con un poco menos de paciencia.

Hace poco noté que incluso mi reflejo se cansa. Me mira como esperando que diga algo definitivo, que cierre de una vez por todas este espectáculo sin clímax de pensamientos no dichos y gestos que se detienen antes de ser caricia. Y no es que no quiera hablar, es que a veces la garganta no colabora. Se vuelve un túnel lleno de fierros calientes por donde no pasa la voz, ni siquiera la prosa, que a veces es lo único que me consuela.

Me he dicho, con cierta indulgencia, que todo esto es temporal. Que esta incertidumbre pasará. Que las emociones volverán a encontrar un cauce que no duela tanto. Pero también sé que es el tiempo, precisamente, el que me lastima. El tiempo es el que ha ido borrando tus pasos, difuminando tu risa, haciendo de ti una idea más que una presencia. Y yo, que siempre he sido más memoria que piel, empiezo a perderte incluso en el recuerdo.

No sé cómo llegamos aquí. No sé si realmente te tuve, aunque fuera un poco. Pero hay momentos en los que me convenzo de que sí. De que en algún instante, entre bromas, cafés y silencios incómodos, llegamos a estar en el mismo ritmo, aunque fuera por accidente. Y aunque ahora ya no estemos ahí, aunque nuestras coincidencias se hayan reducido a saludos breves o mensajes ocasionales, sigo pensándote con esa mezcla absurda de calma y ansiedad que se parece mucho a la ternura.

Y es que hay algo en ti —en tu forma de hablar, en cómo te sientas, en cómo existes incluso cuando no estás— que me hace pensar que tal vez podríamos ser algo más que espectadores de nuestras respectivas vidas. No lo sé. Tal vez no tenga sentido decirlo. Tal vez ya sea tarde. Pero a veces —solo a veces— me permito imaginar cómo sería hacerte sentir, siquiera un poco, que tu corazón se movió por algo que nació en el mío.

No se trata de amor, al menos no todavía. Se trata de la esperanza sencilla de compartir un poco de alegría contigo. De sostener la risa. De cuidarte sin promesas. De ofrecerte un espacio en el que puedas respirar sin miedo. Y si todo eso no es posible —si solo me queda este rol de testigo mudo y torpe—, que al menos estas palabras sirvan para dejar constancia de lo que no supe decir.

Tengo miedo de morir. No por lo que me espere, sino por lo que me llevaré. Porque en mí —y solo en mí— vive el recuerdo más preciso de ti. No quiero ser el último que te conserve intacta. Pero si ha de ser así, que sea sin ruido. Que sea sin culpa.

Y si acaso, algún día, vuelves a leerme —no como quien pasa la vista, sino como quien regresa a algo que alguna vez sintió suyo—, solo te pido una cosa:

Recuérdame un poquito más.

 

En portada: Spassky contra Fisher en el Campeonato Mundial de Ajedrez (1972)

Comentarios