Un recuerdo más de cuando todo estaba bien.


Amar es uno de los misterios más grandes que habitan en el alma humana. A menudo lo confundimos con la posesión, con la mirada que busca asegurarse la presencia del otro, con la esperanza de que el amor sea un espejo donde reflejarnos juntos. Pero amar va más allá de la vista y de los cuerpos que pueden tocarse o alejarse.

Existe un amor silencioso, que no reclama ni exige, que no se mide en correspondencias ni en encuentros. Es el amor que arde en el silencio de los corazones solitarios, el que resiste la ausencia y supera la distancia. Es ese latido invisible que sigue marcando un ritmo constante cuando la mirada se cierra y la figura amada se desvanece.

Nos enseñan a amar mirando, a amar viendo, y sin embargo, el amor verdadero nace en un terreno más íntimo, donde los ojos no alcanzan a llegar. Amar es un acto profundo y solitario, un pacto con la esencia del otro que no depende de su presencia, ni de su aceptación. Amar es, en esencia, una entrega sin medida, una fe que permanece cuando el mundo parece arrebatarnos lo más sagrado.

Cuando amamos así, con el corazón, aprendemos a vivir con la pérdida sin que ella nos destruya. El amor se convierte en una llama que no consume, sino que ilumina el camino incluso en la oscuridad de la ausencia. Y en ese fuego interior, el nombre amado se graba no en la carne, sino en el alma.

Quizá la verdadera libertad del amor no está en tener, sino en amar sin ataduras, en aceptar que el amor es, antes que nada, un regalo que damos sin esperar nada a cambio. Y esa es la capacidad más hermosa que Dios nos ha concedido: la de amar aún cuando la mirada se pierde y los cuerpos se separan.


En portada: Primavera – Pierre Auguste Cot (1873)

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