Afasia melancólica.
Hace unos días
volví a leer uno de mis libros favoritos: El hombre que confundió a su mujer
con un sombrero, de Oliver Sacks. Es un conjunto de relatos clínicos sobre
pacientes con trastornos neurológicos tan insólitos como dolorosos: personas
que dejan de reconocer los rostros, los objetos, o incluso su propio cuerpo, no
porque hayan olvidado, sino porque algo en su mente dejó de traducir la
realidad correctamente.
Me fascina —y a
la vez me desgarra— pensar en la idea de vivir en un mundo donde la taza de
café, el reloj o la puerta de tu casa sigan ahí, pero tu cerebro ya no sepa
decirte qué son. Donde todo sea familiar pero irreconocible. Donde mires a
alguien y no puedas nombrarlo, no porque no lo ames, sino porque tu lenguaje
dejó de pertenecerle a las cosas.
Entre los
muchos términos médicos que Sacks menciona, uno en particular siempre me ha
resultado especialmente poético: la afasia. La pérdida del lenguaje. La
imposibilidad de encontrar las palabras justas. No la mudez, sino algo más
cruel: tener la intención intacta pero no el canal. Saber lo que se quiere
decir, pero no poder decirlo.
Y últimamente
he pensado que todos, en algún momento, hemos vivido una suerte de afasia…
emocional. Una forma de desconexión en la que lo que sentimos no logra
nombrarse. A veces, al mirar hacia atrás —a una noche, a un gesto, a una
despedida que no supimos identificar como tal—, me invade una sensación que no
puedo explicar con claridad. Sé que fue importante. Sé que dejó algo en mí.
Pero no logro traducirlo.
A eso lo he
empezado a llamar, muy a mi manera, afasia melancólica.
Es esa
incapacidad de comprender del todo lo que nos pasó. No porque lo hayamos
olvidado, sino porque el idioma con el que sentimos ya no existe. Uno mira
hacia el pasado y lo reconoce con el corazón, pero no lo entiende con la
cabeza. Y entonces, aparece ese hueco. Ese suspiro sin nombre. Esa emoción sin
coordenadas.
He tenido
momentos en los que el recuerdo de una persona, de una conversación o incluso
de una calle, me golpea con fuerza, pero no sé por qué. No sabría decir si
duele, si alegra, si solo está. Me convierto, por un instante, en un paciente
de Sacks: rodeado de cosas que una vez fueron mías, pero que ya no sé cómo
interpretar.
Lo irónico de
todo esto es que esa afasia melancólica no siempre es triste. A veces tiene
algo de consuelo. Porque ahí, en esa incapacidad de traducir, hay una prueba de
que lo vivido fue real. Que aquello que ya no se dice, existió alguna vez con
tanta intensidad que desbordó el lenguaje. Que el pasado nos sigue tocando,
aunque ya no hable nuestro idioma.
Y así voy,
entre recuerdos que no se dejan atrapar, frases que se rompen antes de llegar a
la página, y sentimientos que solo puedo mirar de lejos, como quien ve a través
de una ventana empañada. No por falta de memoria, sino por un exceso de
sentimiento.
Tal vez la
afasia melancólica sea eso: la certeza de que lo que sentimos alguna vez fue
tan hondo, que hoy ya no cabe en las palabras. Y por eso callamos. No porque no
haya nada que decir, sino porque, de vez en cuando, hay cosas que solo pueden
sentirse… sin ser comprendidas del todo.
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