Canciones perdidas, camiones llenos (o no tanto).
Viví en Querétaro una temporada que no fue precisamente larga, pero sí lo suficientemente sustanciosa como para alojar varios capítulos que, sin mucho esfuerzo, todavía me siguen asaltando con descaro. Uno de esos episodios sucedió una madrugada en la que la prisa y el olvido se aliaron para improvisar una canción.
Cursaba una
materia optativa de música. El profesor —que tenía el aura de los hombres que
se enamoraron demasiado pronto del sonido y ya no pudieron volver al silencio—
nos había dejado una tarea sencilla, al menos en el papel: componer una canción
original.
"Puede ser corta", nos dijo, "pero que venga de ustedes. No me
importa si está bien escrita, quiero que tenga corazón". Qué fácil es
hablar del corazón cuando uno tiene tiempo, pensé. Pero yo, que tengo la mala
costumbre de olvidarlo todo menos lo que me desvela, simplemente no lo recordé…
hasta que fue demasiado tarde.
El día de la
entrega me sorprendió en el lugar donde siempre me alcanzaban las
consecuencias: en el asiento de la ruta 122, justo al amanecer, con la ciudad
apenas parpadeando y el aire aún frío de tanto dormirse tarde. Ese camión me
había visto de pie más veces de las que puedo contar, así que el simple hecho
de conseguir asiento esa mañana ya me pareció una señal.
Saqué mi
libreta —esa que aún debe estar en algún rincón olvidado de mi escritorio— y
empecé a escribir. No tenía melodía, ni armonía, ni siquiera un ritmo claro,
pero las palabras salieron como si hubieran estado esperando ese momento para
colarse en el margen.
No pensé en el profesor, ni en la calificación, ni en el resto del grupo. Pensé
en lo único que de verdad me seguía robando el sueño: aquellos ojos negros que
aparecían en la vaga promesa de volverlos a ver, como una superstición que uno
no se atreve a abandonar del todo.
Escribí sobre
la distancia, sobre la ternura mal cuidada, sobre la forma en que a veces el
recuerdo pesa más que la presencia. No era una canción, era un desahogo con
rima forzada. Pero cada línea parecía querer encontrarla. Cada verso era un
intento torpe —pero honesto— de decirle algo que no supe decir cuando aún tenía
oportunidad.
Esa canción,
claro, pasó sin pena ni gloria. El profesor apenas la escuchó, me dio un leve
asentimiento y siguió con la siguiente. Nunca la toqué en público, ni la mostré
a nadie más. Con suerte, sigue viva en alguna hoja arrugada entre apuntes de álgebra
o palabras en alemán.
Pero no fue en
vano. Esa canción, como muchas otras cosas que se hacen al borde del olvido, me
enseñó que lo que hace falta también se hace presente, aunque sea de forma
inexacta, aunque llegue tarde y sin redoble de tambores.
A veces, basta un asiento disponible en el camión correcto para decir lo que no
nos atrevíamos.
Con suerte, quizá alguien —algún día— escuche ese murmullo entre líneas y
sepa que era por ella.
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