Cuando todo estaba bien, de la luna y otros pormenores.
Desde hace no mucho —aunque, como todo en mi memoria, ese “no mucho” puede abarcar mucho, mucho tiempo— en varias de mis conversaciones con Pianye ha comenzado a aparecer, con cierta recurrencia, una frase que iniciamos como broma pero que, con el paso de los días, ha comenzado a decirnos más de lo que esperábamos. La frase, lanzada como remate o como escudo, es: “cuando todo estaba bien”.
La decimos como
quien señala con gracia una imagen ajada en el fondo de la casa. A veces es una
referencia vaga a los días previos a la adultez, a otras es una forma pasiva de
escapar al hoy. Lo curioso es que, al usarla, nunca dejamos del todo claro a qué
momento exacto nos referimos. Porque si somos estrictos, ¿cuándo fue realmente
que todo estaba bien?
Uno podría
buscar en los calendarios, revisar fotografías antiguas, tratar de identificar
un punto preciso —una hora, una calle, una conversación— en la que la vida haya
sido indiscutiblemente buena. Pero lo cierto es que, cuando lo vivíamos, no lo
sabíamos. No había música de fondo, ni subtítulos anunciando la felicidad. Lo
ordinario, entonces, era simplemente vivir. Y tal vez ahí esté la clave.
No creo haberme
sentido completamente pleno en ningún momento en particular. Pero hay tardes,
hay voces, hay miradas que, vistas desde la distancia, tienen un peso distinto.
Como si el recuerdo las barnizara con una pátina dorada que en su tiempo no
vimos. Y es ahí, justo ahí, donde nace la melancolía: no por lo que fue
perfecto, sino por lo que pudo haber sido sin que nos diéramos cuenta.
Hay algo
extraño y profundamente conmovedor en esto: me doy cuenta de que no es el
momento feliz lo que echo de menos, sino la costumbre de sentir a alguien
cerca. La tranquilidad de su risa, su manera perspicaz de responder, la forma
en que decía mi nombre sin apurar la lengua. Me asombra cómo, en la simpleza de
esos días, había algo que —sin saberlo— sostenía mi mundo.
Y entonces,
miro la luna.
La misma luna
que vi durante esos días sin nombrarlos. La misma que no era protagonista de
nada, sino apenas telón de fondo. Es ahora, cuando todo se ha ido moviendo de
lugar, que noto su belleza más claramente. No porque haya cambiado, sino porque
ahora es símbolo. Es un espejo callado de lo que ya no es, pero fue. Y eso
basta para convertirla en algo sublime.
Quizá el
problema es que vivimos esperando lo extraordinario. Y en esa espera, dejamos
que lo cotidiano pase sin ceremonia. Pero el alma, tozuda como es, lo guarda
igual. Y un día cualquiera, al ver una taza vacía, un viejo mensaje, o la luz
de la luna reflejada en la ventana, recordamos. No la felicidad exacta, sino la
paz de lo ordinario.
Tal vez eso era
“cuando todo estaba bien”: cuando lo normal era compartir una risa, cruzar una
mirada, o simplemente saber que alguien estaba del otro lado del mensaje. No
necesitábamos fuegos artificiales ni grandes revelaciones. Solo eso: lo
pequeño. Lo constante. Lo sencillo.
Y por eso,
aunque no sepa con exactitud qué día empezó a irse todo, sé cuándo dejó de
sentirse normal. Fue cuando ella —quien quiera que haya sido, y en la forma que
haya tenido— dejó de estar. Y su ausencia me enseñó lo que su presencia
silenciosa nunca pidió reconocimiento: que lo ordinario también puede ser
milagro.
Así que hoy, al
mirar la luna, no la encuentro distinta. Sigo viéndola con la misma luz pálida,
con su cara imperfecta. Pero la miro más. Y en ese acto inútil, casi infantil,
descubro que tal vez no extraño una época, ni siquiera una persona. Extraño haberme
sentido completo en medio de lo común.
Porque quizá —y
solo quizá— eso era todo lo que estaba bien.
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