Historia corta de un romance eterno.

 

El siguiente es un relato que escribí sin pensar demasiado en ello. Ojalá sea de su agrado.


“Historia corta de un romance eterno”

Recibir invitaciones a eventos importantes jamás fue un hecho común en mi vida. Sin embargo, en este trabajo, no es inusual que tu nombre empiece a escucharse en conversaciones de personas que tienen la capacidad de hacer —y sobre todo, deshacer— muchas cosas.

No me malentiendan, jamás he sido alguien peligroso ni poderoso —cosas que, para este punto, vienen siendo lo mismo—, pero sí soy alguien que conoce a alguien que conoce a alguien en cualquiera de las cúpulas del poder.

Como sea…

Este no fue un evento oficial, esos protocolares y llenos de solemnidad, no. En detrimento de mi mala suerte, solo se trató de una cena en honor al quincuagésimo tercer cumpleaños del profesor Becker, un miembro destacado de la universidad y de los favoritos del Primer Ministro del Tesoro (alguien que conoce a alguien).

Mientras la multitud se perdía en conversaciones y cocteles, el viejo piano que Becker conservaba en la sala de espera de su despacho llamó mi atención. Sin demasiado escándalo, como si los muertos me hablaran, me senté sobre el banco y descubrí el polvoriento instrumento.

Toqué la escala de Do en la última octava y recordé enseguida su sonido, hueco y crujiente. Con el bullicio que sucedía en la fiesta, asumí que nadie estaría al tanto de lo que estuviera haciendo, así que comencé a tocar.

Interpreté una vieja canción que mi maestro Bebo solía tocar cuando sobraba melancolía, una composición que no necesitaba verbalizar para hacer sentir la tristeza y desgarro del alma.

Siempre le cuestioné a Bebo por qué no titulaba su obra, hasta que un día me dijo que, en efecto, su canción tenía nombre, apellido y hasta color de ojos. Entendí lo que me quiso decir, pero jamás llegué a comprenderlo del todo.

Fue entonces que, antes de caer en el último acorde de la canción, volteé hacia la ventana que daba a los jardines de la casona, y ahí la vi. Envuelta en un vestido azul, observando de cerca las flores, sin inmutarse del mundo.

El resto de mi día se redujo a pensar en aquella muchacha de piel de porcelana y ojos oscuros. Temo decir que desde ese momento hasta ahora, mis días no han cambiado mucho. Desde el alba hasta el ocaso, siempre, siempre, casi siempre, es ella.


En portada: The Great Gatsby (2013)

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