La tristeza de los genios (y otras obviedades un tanto pretenciosas).
Siempre me ha
causado una mezcla extraña de tristeza y admiración leer sobre la vida de los
llamados genios. Esas mentes prodigiosas que parecieran haber nacido con la
capacidad de comprender el universo a una velocidad que el resto solo puede
imitar mal. Los que ven antes que todos, los que entienden lo que otros ni
siquiera saben nombrar. Y, sin embargo, casi siempre —y ese “casi” me gustaría
poder quitarlo— hay algo roto en ellos.
Hace poco
repasaba algunos ejemplos. Nikola Tesla, ese hombre que iluminó al mundo sin
poder encender su propia habitación, dormía apenas dos horas al día y vivía
enamorado de una paloma. Bobby Fischer, cuya mente era un campo de batalla
imparable sobre un tablero, terminó exiliado, en guerra contra fantasmas reales
e inventados. Newton, con toda su precisión y su leyenda, era incapaz de
confiar en nadie. Einstein, que con una ecuación modificó la manera en que
vemos la realidad, apenas lograba conectar emocionalmente con quienes lo
rodeaban. Y luego está John Nash, cuya mente matemática rozó lo sublime, pero
que vivió gran parte de su vida atrapado entre delirios esquizofrénicos,
conversando con voces que nadie más escuchaba y construyendo realidades alternas
para poder sobrevivir a la suya.
Y la pregunta
que siempre aparece es la misma: ¿vale la pena?
¿Es ese el
precio del genio? ¿Una vida disonante, desadaptada, un cuerpo sin tregua y una
mente sin pausa? ¿Un corazón que se alimenta de ideas pero no logra sostener
afectos?
No lo sé. Pero
lo intuyo.
Intuyo que hay
algo triste en entender demasiado. Que ver más allá, en ciertos niveles, no
libera, sino que aísla. Que comprender lo que los otros ignoran no te hace
superior, sino más solo. Porque no hay consuelo en la lucidez absoluta. Porque
el misterio —ese que a veces confunde o entretiene— también protege.
Tal vez por
eso, cuando leo sobre ellos, no siento envidia. Siento ternura. Una suerte de
compasión silenciosa por esas mentes que pudieron diseccionar la realidad pero
no supieron cómo sostener una conversación sin incomodidad. Que ofrecieron
respuestas a la humanidad, pero no supieron qué hacer con las suyas.
Y lo peor —o lo
más humano— es que el mundo también se ha empeñado en romantizar esa tristeza.
Se habla del genio incomprendido como si fuera una figura mitológica. Se le
admira, se le cita, se le convierte en póster o en biopic. Pero se omite, casi
siempre, el precio: la soledad, la angustia, la imposibilidad de disfrutar lo
común.
No digo que
todos los genios estén condenados. Tampoco que la mediocridad sea una
bendición. Solo me pregunto si saber tanto —pensar tanto, ver tanto— no termina
siendo, en algunos casos, una forma lenta de sufrimiento. Una especie de
maldición. O, en palabras más terrenales, quizás sea simplemente mala suerte.
Nacer con un cerebro capaz de resolver lo incomprensible, pero no de soportar
el peso de su propio eco.
Yo, que apenas
soy un pensador dominguero, he sentido a veces ese vértigo: el de entender algo
que preferiría no haber comprendido. El de hilar tan fino una emoción que ya no
puedo sentirla. El de sobre pensar tanto una historia que al final se vuelve
irreconocible.
Y es ahí donde
me detengo. Donde decido no ir más allá. Donde me permito ser torpe, emocional,
impreciso. Porque si eso es lo que me mantiene cerca de los otros —de mis
amigos, de mis preguntas, de mis musas—, entonces está bien no saber del todo.
Porque sí, la
inteligencia puede ser luminosa, puede ser útil, puede cambiar el mundo. Pero
también puede apagar el alma. Y si de algo estoy convencido, es que no quiero
entender tanto como para dejar de sentir.
Tal vez haya
cosas que es mejor no saber. O eso me gusta pensar.
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