No es idealizar, es... otra cosa.


A veces, cuando alguien cercano se toma la molestia de leerme —y se lo agradezco, porque sé que no siempre es fácil—, me lanza una frase que ya he empezado a esperar como quien anticipa un gesto viejo, aunque no por eso menos incómodo: “es que tú idealizas demasiado.”

Lo dicen con una mezcla de afecto y advertencia. Como si escribiera en un lenguaje distinto al de los días reales, como si mis musas no fueran personas de carne y hueso, sino proyecciones inventadas para mantener encendida alguna llama poética. Y quizá tengan razón en parte. Pero hay una palabra ahí que me incomoda más de lo que debería: idealizar.

No es que me moleste el juicio. Lo que me inquieta es el verbo. Idealizar suena a distorsión, a mentira amable, a inventar cualidades que no existen y poner sobre el otro una capa de perfección que no resiste el más mínimo roce con la realidad. Y eso —quiero creerlo, al menos— no es lo que hago.

Porque no escribo sobre lo que creo que son. Escribo sobre lo que provocan en mí. Sobre lo que despiertan, incluso si no son conscientes de ello. No necesito conocer su número favorito ni saber qué opinan del café para escribir sobre la forma en que se sientan, sobre el modo en que pronuncian una palabra con más lentitud que las otras. No me interesa el dato. Me interesa el temblor.

¿Es eso idealizar? No lo sé. Yo creo que es… otra cosa.

Una especie de traducción emocional. Una forma torpe, pero honesta, de decir: “esto que siento, aunque no tenga nombre, es real”. Y si en ese intento la imagen resulta más hermosa que la persona —más dulce, más melancólica, más mía—, no es por embellecerla. Es porque así la vi. Así me llegó. Así me hirió.

Es cierto que muchas veces no conozco a mis musas más allá de su silueta. Que lo que recuerdo de ellas son los contornos, las pausas, las frases que no me dijeron a mí, pero que aún así guardé como si fueran parte de una correspondencia invisible. Pero eso no invalida lo sentido. Lo vuelve, si acaso, más enigmático. Más mío.

No escribo para dibujar retratos exactos. Escribo para conservar emociones. Para ponerle palabras a lo que no volverá a repetirse, aunque la persona aún exista. Para fijar en papel la fragilidad de una mirada que tal vez fue accidental, pero que en mí se volvió centro de gravedad.

A veces, cuando releo lo que he escrito sobre ellas —esas mujeres que no saben que son verso, que no se reconocen en la tinta—, me doy cuenta de que tal vez no hablo de ellas en absoluto. Hablo de lo que fui con su recuerdo. Hablo del lugar que ocuparon, sin saberlo, en mis días. Y si eso es idealizar, que así sea.

Pero yo prefiero pensar que es… otra cosa.

Una manera de resistirse al olvido. Un intento —a veces torpe, a veces exacto— de capturar lo que pasa en el corazón cuando alguien, sin pedir permiso, se vuelve sinónimo de belleza. No porque sea perfecta. Sino porque, por un instante, hizo que todo alrededor se sintiera un poco más soportable.

Y no, no necesito saber su historia completa. Me basta con el eco que dejó en la mía.

 

En portada: Dark Shadows (2012)

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