Sobre las expectativas y otros desencantos del hombre suburbano.

 

Creo que parte de haber decidido el cambio en la periodicidad de mis publicaciones fue porque ya no encontraba algo sustancioso para contar. Yo —ingenuo— creí que estas pausas programadas me darían cierta ventaja; hasta ahora, creo que estoy parcialmente de acuerdo con esa idea.

Esta semana, un tema sobre el que reflexioné —no de manera intencional— fue el de las expectativas, refiriéndome más en específico al sentimiento que uno experimenta cuando espera algo con mucha emoción.

Hace unos días, una persona con quien no me he visto en mucho tiempo me había escrito para coordinar una pequeña reunión, tomar un café y, como se dice coloquialmente, "ponernos al día". Acordamos el día, la hora y el lugar. Y no sé si es una cosa muy mía o le pasa a mucha más gente —yo creo que sí—, pero cuando no eres una persona de eventos o demasiado requerida por terceros, esos pequeños planes se vuelven algo así como el motivo para estar viendo el reloj y pensar que cada vez falta menos para ese plan.

Llegó el día que habíamos acordado y unas horas antes le escribí a esta persona para confirmar la hora de nuestra reunión. Y aquí quiero aclarar algo importante: si tú me dices un día, una hora y ya no me dices nada más, yo doy por sentado que ese día y a esa hora vamos a estar donde acordamos; ni siquiera me gusta esa idea de "confirmar", es como si pusiéramos la palabra del otro en duda, o como si no tuviéramos la cortesía que tienen dos personas adultas para avisar por algún contratiempo. Pero, bueno... Solo quería hacer ese pequeño comentario.

Por lo anterior, seguramente más de uno ya debe de haber deducido por donde va el asunto.

Esta persona, sin tratar de justificarse, me responde que en ese momento estaba yendo camino a otra ciudad y, por obvias razones, no estaría en el lugar. La reacción de mi parte fue, en primera instancia, de incredulidad, como si mi mente no pudiera encajar la idea de que eso que tanto había anticipado en la semana no fuera a realizarse. 

Y me puse a pensar en cuántas veces la anticipación al momento, la expectativa de lo que será, ha sido mayor al evento per se.

Porque, claro, uno se arma en la cabeza toda una narrativa. Le pone música de fondo, colores, hasta el clima perfecto. Imagina qué va a decir, qué va a responder el otro, cómo va a fluir la conversación, si va a haber alguna mirada que diga más de lo que las palabras pueden. Uno idealiza hasta el café que piensa pedir.

Porque uno no solo espera el encuentro, también espera todo lo que ese encuentro puede significar. Pero no. Nada de eso ocurrió. Lo que sí hubo fue un mensaje frío, rápido, con algo de culpa mal disimulada y una promesa implícita de que “luego nos vemos”, esa frase que casi siempre es sinónimo de nunca.

Y no, no es un drama. No me fui a llorar a una esquina ni me lancé a escribir versos mal rimados —aunque ganas no faltaron—. Pero sí hubo ese vacío tonto que queda cuando uno esperaba algo con sinceridad. Esa sensación incómoda de haber estado “esperando para nada”, que para mí es una de las formas más tristes del desencanto.

No estoy diciendo que esta persona tenía la obligación moral de asistir. Todos tenemos vida, cambios de planes, prioridades. Lo que sí me parece curioso —y hasta filosófico— es la cantidad de energía que uno deposita en el quizá. Esa fe ingenua que uno pone en el plan de “tomar un café”, como si fuera la antesala de un reencuentro, de una epifanía, de una película que termina con una sonrisa cómplice y un “me alegra que estemos aquí”.

Y, sin embargo, a veces ni siquiera llegamos al punto de sentarnos. A veces, lo único que obtenemos es el golpe sordo de la expectativa cayéndose desde lo alto de nuestras ganas.

Tal vez por eso —entre tantas otras cosas— sigo escribiendo. Porque al menos aquí, en este pequeño rincón de palabras, puedo darle forma a lo que no sucedió. Hacer que el desencuentro no sea solo eso, sino una anécdota. Un aprendizaje. Una especie de recordatorio de que hay cosas que solo existen en la imaginación, y que quizá ahí están mejor resguardadas.

La verdad, sigo sin saber si lo que me duele es el café no tomado, la conversación que no tuvimos o la versión de mí que ya estaba lista para asistir a algo que no ocurrió. Pero así como sucede con muchas otras cosas en la vida, supongo que eso también pasará. Y tal vez —solo tal vez— un día sí nos veamos, y todo lo que no fue, por fin sea. O no. Pero al menos me quedó el consuelo de ver el debut de Navas en la victoria de los Pumas... y eso, para cómo iba mi semana, no estuvo tan mal.


En portada: Inglourious Basterds (2009)

Comentarios

Publicar un comentario