Sobre países grises (y otras fascinaciones).

 

No sabría explicar del todo por qué, pero desde hace algunos años he desarrollado una leve —y algo caprichosa— fascinación por Europa del Este. No por sus capitales populares ni sus destinos turísticos rebautizados con inglés. No. Me refiero a esos países que parecen no haber salido del todo de los años setenta, a esas ciudades donde el concreto aún dicta la estética, donde los colores parecen tener miedo de levantar la voz, y donde la historia, en lugar de exhibirse, pesa.

Siempre me ha parecido hermoso —en esa forma ambigua que tiene lo bello cuando también es triste— que haya lugares que parecen estar atrapados en el tiempo. No congelados, no muertos. Solo… suspendidos. Como si siguieran caminando dentro de un reloj distinto, uno que nunca adoptó del todo la prisa del presente.

Cuando miro fotografías de Rumania rural, de los trenes en Croacia, de los bloques de vivienda soviéticos que aún sobreviven en las afueras de Vilna o de Belgrado, siento algo parecido a la ternura. Una especie de respeto silencioso por lugares que no han corrido a renovarse, que no han cambiado su piel para ser “más modernos”, como si supieran que lo moderno es solo otra forma de ocultar el cansancio.

Y lo que me asombra no es solo lo físico. Es la atmósfera. Es ese aire de algo que fue grande —y probablemente duro, y a veces cruel— pero que aún deja sombra. La Unión Soviética ya no existe, lo sé, pero hay esquinas en las que parece seguir hablándose, aunque sea en murmullos. Hay pueblos donde la historia no se estudia: se respira.

No pretendo romantizar regímenes ni ignorar dolores. Solo digo que me conmueve ver lugares donde la historia aún deja marcas visibles, donde el paso del tiempo no ha arrasado con todo. En un mundo que cada vez se parece más a sí mismo —mismos cafés, mismos logos, mismos teléfonos—, esos países me parecen un recordatorio: de que hay formas distintas de existir. De que no todo debe brillar para ser valioso.

Y sí, tal vez mi fascinación sea más estética que política. Tal vez me atrapan más las fachadas rotas que los datos duros, más las estaciones vacías que los discursos oficiales. Pero también hay, lo confieso, un componente emocional. Esos paisajes grises, esos cielos que nunca son completamente azules, se parecen mucho al tipo de tristeza que suelo entender: una tristeza sin escándalo, sin espectáculo. Una que simplemente está.

A veces me imagino caminando por una calle de Eslovaquia, tomando un tren lento en Moldavia, o sentado en una banca de cemento en las afueras de Minsk. Sin turistas, sin prisa, sin demasiadas palabras. Solo el sonido del viento entre los ladrillos, y la certeza de estar en un lugar donde todo sigue ocurriendo… aunque a un ritmo más humano.

Y tal vez por eso me fascina: porque en esos países grises, detenidos, algo me dice que aún es posible pensar. Pensar lento. Pensar sin algoritmo. Recordar sin foto. Y caminar sin necesidad de llegar.


En portada: The Brutalist (2024)

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