Te encontré en canciones de Sabina.
A veces, avanzar se parece mucho a detenerse. Hay una quietud que no es huida, sino estrategia. Y hay miradas —algunas pocas— que nos obligan a pausar no porque deseemos rendirnos, sino porque seguir sería un riesgo del que ya no podríamos volver ilesos.
He tenido
muchos de esos días donde el mundo entero parece un campo de minas
sentimentales. Uno se cree listo, razonable, incluso maduro, hasta que alguien
te mira con esos ojos que parecen no preguntar, pero entienden. O peor aún, esos
ojos que no entienden, pero miran como si supieran todo.
Yo no soy
hombre de certezas. Me he entrenado para desconfiar de lo evidente. Pero
incluso yo he sido derrumbado sin palabra alguna. Bastó una vez. Un solo
momento de vulnerabilidad verdadera: el instante en que sus ojos —tan parecidos
a los de una gata perdida en tejados ajenos— se cruzaron con los míos.
No es hipérbole
ni metáfora nerviosa. Es simplemente lo que fue. Vi esa mirada —fina, ámbar,
oblicua, entrecerrada como quien decide si confiar o atacar— y supe que ya
estaba perdido. No en el sentido romántico dramático, sino en ese sentido más
profundo y absurdo de quien pierde el eje, la defensa, el juicio.
Dicen los
antiguos que el miedo impide vivir. Pero yo creo que hay miedos que le dan
sentido a todo. Tenerle miedo a esa mirada no era parálisis. Era respeto. Era
saber que un mal paso, un error en la coreografía del lenguaje, podía echarlo
todo a perder. Ella, sin saberlo —o quizás sabiendo más de lo que aparentaba—,
me hizo sentir que hablarle era caminar sobre vidrio molido.
Y sin embargo,
regresaba. A verla. A intentar entender qué hay detrás de unos ojos que parecen
mirar desde otro tiempo, desde otra ciudad, desde otra versión de mí mismo.
No sé bien qué
fue lo que me detuvo. Tal vez el pudor, tal vez el saberse personaje menor en
la historia de alguien mayor. O tal vez fue eso: la conciencia aguda de que
algo tan bello no debía tocarse con manos torpes.
Lo curioso es
que su mirada no era dulce. Tampoco cruel. Era una mirada que no te ofrecía
refugio, pero sí desvelo. Una mirada que no prometía, pero sí escribía. Una
especie de párrafo visual que dejaba al lector sin conclusión.
Han pasado los
días —y los textos—, pero aún la pienso. No en tono de tragedia, sino con esa
suavidad con que uno recuerda el punto exacto donde todo se desvió.
Ella
probablemente no lo sabe. O quizá lo intuye. No importa. Uno escribe para no
explotar, no para ser entendido. Y cuando esa mirada regresa —en sueños, en
frases ajenas, en canciones de Sabina mal cantadas— solo puedo agradecer que
mis ojos, aunque brevemente, fueron espejo de los suyos.
Y si de verdad
hay que vivir con miedo para no perderlos, entonces sí, que me tiemble el alma
cada vez que la recuerdo.
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