The lucky one.

 

Alguna vez leí un artículo que decía que, durante la Segunda Guerra Mundial, muchos soldados tenían una superstición peculiar: guardaban un cigarro —uno solo— sin encenderlo nunca. Lo llamaban el cigarro de la suerte. La lógica era sencilla, casi poética: mientras el cigarro siguiera en el bolsillo, intacto, ellos seguirían vivos. Era una especie de pacto silencioso con la muerte. Un amuleto envuelto en papel, una resistencia simbólica ante lo inevitable.

Desde entonces, no he dejado de pensar en eso. En cómo los seres humanos, incluso rodeados del peor de los escenarios, encuentran maneras de convencerse de que pueden ganar una partida perdida.

Ese cigarro, que jamás debía ser encendido, no era solo un recordatorio de la fragilidad; era una declaración de esperanza. Una forma —quizá absurda, pero profundamente humana— de decir: todavía no. Todavía no me toca, todavía no me rindo, todavía no desaparezco.

Y entonces me pregunto: ¿cuántos cigarros de la suerte guardamos nosotros sin darnos cuenta?

A veces pienso que escribir también es eso. Un cigarro que no enciendo, pero que llevo conmigo para recordar que aún hay razones por las que vale la pena esperar. Una manera de decirle al mundo que, a pesar del caos, me reservo el derecho de creer en algo, aunque ese algo no tenga forma definida.

Otros guardan canciones. O un mensaje no enviado. O el recuerdo de una mirada que les devolvió la calma cuando todo ardía. Algunos le rezan a Dios, otros a la estadística. Yo, sinceramente, no sé a quién le rezo, pero sé que todos los días le pido a algo que las cosas salgan bien, aunque todo indique lo contrario.

Nunca he estado en una trinchera. No he tenido que ver morir a mis compañeros. No he caminado sobre el lodo con los oídos zumbando por las bombas. Pero he sentido otras guerras. Más silenciosas, más íntimas, pero igual de violentas. Y en cada una de ellas, me he aferrado a un cigarro que no fumo, a una promesa que no hago, a un amor que no olvido.

Hay días en que todo parece perdido. Días en que incluso las palabras —mi último refugio— parecen traicionarme. Pero entonces me acuerdo de ese cigarro. Del ritual absurdo de creer que algo tan pequeño puede sostenernos en medio del derrumbe. Y decido seguir escribiendo. Porque, quién sabe, tal vez esto también sea un amuleto.

Quizá la esperanza no es otra cosa que eso: un gesto minúsculo, persistente, que se niega a morir.

Y mientras quede un cigarro en el bolsillo, mientras quede una historia por contar, mientras quede un rostro que aún espero ver entre la multitud —aunque ya no sepa si sigue ahí—, seguiré caminando. No porque esté seguro de llegar, sino porque hay cosas que, aunque no salven la vida, la vuelven soportable.


En portada: Forrest Gump (1994)

Comentarios