Tono y contexto.

 

No es que me cueste decir que no —aunque sí, un poco—, pero últimamente he descubierto que mi dificultad no está tanto en la negativa, sino en lo que implica decepcionar expectativas ajenas. Por eso, y porque soy particularmente vulnerable a la cortesía de ciertas personas, terminé asistiendo a una reunión de jóvenes católicos. No por fervor ni por redención. Por compromiso. Y porque no supe cómo salir de la conversación sin quedar mal.

No sabía bien qué esperar. Ya he estado antes en círculos donde la espiritualidad se entrecruza con la juventud, y muchas veces termina pareciéndose más a una función de teatro que a un acto místico. Sin embargo, llegué puntual, con la camisa mal planchada y esa disposición que uno reserva para los eventos en los que no cree, pero que prefiere sobrellevar con diplomacia.

El salón estaba decorado con frases en caligrafía blanca sobre carteles color pastel. Había galletas en un plato que parecía haber sobrevivido varias reuniones, y un par de guitarras recostadas sobre una silla. Los asistentes eran variados: algunos visiblemente convencidos, otros solo parecían haber aparecido de la nada. Yo me senté cerca de una ventana —siempre me gusta saber por dónde saldría, si hiciera falta— y fingí revisar la hoja que nos entregaron al entrar mientras comenzaban las presentaciones.

La conversación tomó ritmo rápido. Se habló del amor al prójimo, de la importancia de confiar en los planes de Dios, y de cómo incluso los momentos difíciles son parte del propósito divino. Todo bien, todo predecible, hasta que —como si nadie lo hubiera visto venir— terminé diciendo en voz alta que creer o no en deidades es más un asunto de circunstancia que de voluntad.

No fue provocación. Fue una observación. Pero bastó para que varias cabezas giraran al mismo tiempo con expresión de “este no es de aquí”.

Una joven de rizos castaños y ojos del color del roble oscuro me respondió con calma, pero con convicción. Su voz era suave, aunque no débil. Me dijo —con esa firmeza dulce que tienen los que creen sin cinismo— que la fe es un acto deliberado, que uno elige a pesar del ruido, a pesar del mundo. Que creer, justamente, es ir contra la evidencia, y por eso tiene valor.

No estuve de acuerdo del todo, y se lo dije. Le respondí que muchos creemos —o dejamos de creer— porque hemos crecido en ciertos hogares, con ciertas pérdidas, con ciertos silencios. Que si el contexto no lo define todo, al menos lo condiciona. Que uno no se convierte al ateísmo por rebeldía, sino por hartazgo de las preguntas sin respuestas. Le dije, también, que no era mi intención desacreditar su fe, solo explicar la mía —o mi falta de ella.

Ella sonrió, y con un gesto casi teatral, repitió lo que dije en tono burlón: “Creer es más circunstancia que voluntad”, y parafraseo su remate: “pero eso suena a excusa elegante de quienes ya no quieren arriesgar el corazón”.

Ahí me reí. No porque me pareciera ridículo, sino porque tenía un poco de razón.

La conversación siguió por unos minutos más. No resolvimos nada, pero hubo respeto, y eso ya es mucho. Me sorprendí disfrutando su manera de mirar las cosas. Había en ella un entusiasmo genuino, una forma de ver el mundo con esperanza sin que sonara forzado. Y no es que saliera convertido —ni ella lo pretendía—, pero sí me fui con la sospecha de que, contra mis expectativas, tal vez no sea mi última reunión.

Al salir, ya tarde, pensé en lo mucho que depende del tono y del contexto. Que no es lo mismo decir una frase entre amigos que decirla en medio de un salón de creyentes. Que a veces el problema no está en lo que se dice, sino en cómo suena, en quién lo escucha, en el sitio donde se lanza la piedra.

Y, más allá del desacuerdo, me pareció —de forma inesperada— hermoso haber conversado con alguien que no piensa como yo, pero que supo escuchar sin desmontarme. Que no se apresuró a evangelizarme, pero tampoco me temió. Quizá eso sea, en su forma más pura, un tipo de comunión.

No prometo volver, pero sí admito que salí menos cínico de lo que entré. Y eso —tratándose de la iglesia y yo— ya es bastante milagro.

 

En portada: Lady Bird (2017)

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