La balada del guisante y los despiertos.




Hoy no tenía planeado publicar. En realidad, ni siquiera estoy seguro de si publicaré esto; ya tenía algunos otros temas programados para las próximas columnas, pero esto es algo que, en su momento, me dio qué pensar y me hizo reflexionar un poco.

Cualquiera que esté medianamente en contacto con las redes sociales y/o los noticiarios nacionales, sabrá sobre el tema de Javier “Chicharito” Hernández. Si hay alguien que no esté enterado, lo explico brevemente:

Hernández publicó una serie de videos en sus redes sociales, videos en los que el futbolista del Club Deportivo Guadalajara hacía “observaciones” sobre la dinámica de las relaciones entre hombres y mujeres con —lo que quiero creer que eran— intentos de comicidad.

Estos videos desataron una polémica conversación en todas las redes. La parte más ruidosa fue aquella en contra de las declaraciones del campeón olímpico. Chicharito remató su discurso con un video en el que alertaba sobre —parafraseo— “la desaparición de la masculinidad a causa de los nuevos tiempos”. Estas declaraciones fueron la gota que derramaría el vaso para que Hernández fuera blanco de cientos de críticas y ser tachado de machista e ignorante por cientos de perfiles.

A los pocos días, el delantero rojiblanco publicó una “disculpa” en sus redes. “Lamento profundamente cualquier confusión o malestar que mis palabras recientes hayan causado; nunca fue mi intención limitar, herir ni dividir”, escribió.

No pretendo explorar en las declaraciones del futbolista ni emitir juicios morales sobre lo que dijo, mucho menos pretendo colgarme —en la temporalidad de las redes, esto ya es noticia vieja—, pero sí me interesa analizar el fenómeno alrededor de toda esta avalancha de comentarios contra él.

Como dije, no estoy emitiendo juicio moral alguno sobre sus declaraciones, pero me parece que se nos olvidó algo muy importante. Javier Hernández estaba dando su opinión, una opinión que —equivocada o no— es suya y que cada uno puede tomar de la manera que quiera.

Y es que resulta curioso —por lo menos— como es que a lo largo de los años recientes se ha popularizado la práctica del escrutinio público hacia las personas que expresan ideas que no van con los nuevos tratados de la corrección política.

El movimiento por las libertades sociales se ha pervertido al punto de que no estar de acuerdo con estas nuevas ideas es tomado como un atentado contra las mismas, cuando la verdad es que no tiene por qué ser así.

Cuando el woke-ismo alcanzó su clímax allá por el 2021, sus fuerzas más vocales condenaban a todo aquel que opinara de manera distinta a lo que sus tratados expresaban. No importaba si la disidencia nacía del escepticismo, la ignorancia o simplemente de una perspectiva distinta: cualquier desviación del discurso considerado correcto podía acarrear un castigo público.

En redes sociales, medios y espacios académicos, se instauró un ambiente de hipersensibilidad donde la crítica —incluso bien intencionada— era interpretada como una forma de violencia simbólica. La complejidad de los temas sociales fue reducida muchas veces a lemas inamovibles, y la conversación se volvió terreno minado.

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Por todo esto, pienso que la corrección política se convirtió en aquello que sus más antiguos próceres intentaron cambiar: un sistema de único pensamiento que reprueba descalifica y busca eliminar a todo disidente de su régimen ideológico.

Y creo que esto es trágico porque esos extremos, esas minorías ruidosas, terminan por opacar a la verdadera discusión profunda de los temas. Esto ha generado que la expresión de ideas y opiniones —un derecho constitucional en casi todas las democracias en el mundo— se vuelva deporte extremo.

Este fenómeno no es nuevo. El caso de El Temach en México es muy similar. Un creador de contenido con un mensaje que resuena en muchos de sus seguidores y que ha sido censurado porque éste —su mensaje— no se alinea con la corrección política de las redes.

Cuando la diferencia de opiniones se confunde con ofensa, la conversación se acaba antes de empezar. Y conviene recordar que una opinión, al final, no es más que eso: una forma de ver el mundo, no una sentencia. La borregada siempre va a caminar en la dirección del ruido; lo difícil —y lo valioso— es ser esa oveja que se detiene, gira la cabeza y se atreve a balar distinto.

Eso sí, algunas chivas hablan de más, pero tampoco hay que mandarlas al matadero. Tal vez sean las consecuencias de pasar tanto tiempo en la banca, un castigo que, para ciertas chivas, es más que suficiente.

 

Fotografía cortesía de MEXSPORT

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