Sobre la felicidad y otras interrupciones.

 


Hace algunos meses, mi gran amigo Fausto —o como yo le digo, “La Gran R”— y un servidor nos encontrábamos a las afueras —o entradas, según se entienda— de nuestro alma máter. Bajo un árbol, mientras matábamos al pulmón, emergió una conversación que, como casi todas entre él y yo, se deslizó de lo mundano a lo filosófico sin pedir permiso.

Frente a nosotros pasaba un grupo de conocidos, cargando con risas fáciles, bromas compartidas y esa alegría que, aunque uno no la tenga, casi logra contagiarse por simple roce visual. Y fue entonces que Fausto soltó una pregunta que, sin exagerar, parecía arrancada de un tratado griego:
“Así se ve la felicidad, ¿verdad?”

Lo dijo sin mayor teatralidad, como si fuera una obviedad. Pero ninguno de los dos se conformó con la idea de que la felicidad estuviera en esa estampa. Discutimos, como solemos hacerlo, con cierto aire de egocentrismo, y nos convencimos a medias de que tal vez la falta de conciencia —ese no pensar demasiado— era lo que les otorgaba esa facilidad para sonreír. Pero el argumento no nos satisfizo del todo.

La charla siguió. Entre hipótesis, llegamos a preguntar si acaso existen distintos tipos de felicidad. Porque lo que a unos les arranca carcajadas, a otros apenas les saca una mueca. Y entonces surgió la idea del tiempo: quizá no era que nos faltara felicidad, sino que aún no llegaba nuestro turno. Pero aceptar eso significaba concederle demasiado poder al destino, y en eso nunca hemos confiado del todo.

“Mala suerte”, dijimos después, sin mucha convicción. No creemos en la suerte per se, pero sí en las casualidades. Y quizá la nuestra —esa dramática infelicidad con la que nos gusta bromear— no era castigo ni condena, sino mera estadística: a veces toca que las cosas salgan bien, a veces toca que no.

Hasta ahí llegábamos, hasta que apareció otro de nuestros compañeros —al que llamaré, con cariño, “La Gran N”—, y nos interrumpió con una sentencia digna de inscribirse en piedra:
“Ustedes dos, dejen de pensar en tanta mmda. Es malo pensar tanto las cosas. Si hacen eso, no van a tener novia nunca”.

La interrupción nos sacó de órbita, pero no del todo. Al contrario, nos dio más material. Y como siempre, Fausto y yo seguimos en la línea:

—¿Será eso, manito? ¿Habrá que apagar la mente un rato?
—Tal vez, amigo thante, tal vez… Pero a cambio, ser un poco más idiota, ¿no?
—Pues ya lo somos, ¿o no?
—Pero nosotros lo sabemos. Imagínate serlo y no saber.
—Buen punto… Entonces, ¿no tendremos novia jamás?
—No creo que sea prioridad ahora.

Y en esa frase, sencilla pero certera, entendí mucho más de lo que pareciera. Porque al final, no se trata de si tendremos o no novia, ni siquiera de cuándo llegará la felicidad en la forma que todos esperan verla. Se trata de otra cosa: de cuándo algo se vuelve prioridad en la vida de uno.

Y ahora, por lo menos para nosotros, no lo ha sido.

 Si llegaste hasta aquí, te invito a dejar un comentario y seguirme en instagram para no perderte ninguna de mis columnas. ¡Es gratis!

 

En portada: A real pain (2024)

Comentarios