Las Sombras de San Ildefonso: Vol. II

 

Después de aquel encuentro —si puede llamársele así—, algo en mí comenzó a cambiar de forma. No con la urgencia de una epifanía, sino con la lentitud con la que el óxido avanza sobre el hierro: silenciosa, paciente, irreversible.

Los días siguientes no fueron particularmente distintos desde afuera. Caminé los mismos pasos, tomé los mismos cafés, contesté los mismos saludos, y mantuve el mismo gesto de quien parece estar presente. Pero dentro de mí, la memoria de su sombra —que es lo más cercano que tuve a ella— comenzaba a colonizar regiones que creía inmunes a la nostalgia.

Al principio, pensé que sería una imagen más. Una de esas figuras que aparecen, deslumbran y se desvanecen sin mayor trastorno. Pero no. Esta vez, lo que había dejado su vestido bermellón no fue una impresión fugaz, sino una grieta. Y desde esa grieta comenzó a filtrarse una especie de fiebre suave, un desorden amable que no dolía, pero que pesaba.

A veces la veía sin verla. En los reflejos de los escaparates, en las vitrinas polvorientas de las librerías de viejo, en las sombras largas de las cinco de la tarde. Su figura, esa misma que descompuso el equilibrio de mi respiración, comenzó a repetirse sin permiso. No me hablaba —jamás lo hizo—, pero su presencia era una constante que no se decía, solo se insinuaba.

Empecé a escribir más seguido. No porque tuviera algo nuevo que decir, sino porque necesitaba inventar excusas para mencionarla sin nombrarla. Cada palabra era una forma de evocar el momento en que nuestras sombras coincidieron sobre el piso de piedra de San Ildefonso. Escribía como se escribe a los ausentes: no para que regresen, sino para que el recuerdo no se vuelva menos cierto.

Con el paso de los días, el recuerdo dejó de ser un evento y se convirtió en atmósfera. La línea entre evocarla y delirar comenzó a borrarse. Llegué a preguntarme si aquella figura fue real o si mi mente, tan hábil para imaginar tormentas, la había inventado con los recursos que dan la soledad y la poesía mal digerida.

Pero algo en mis manos me lo impedía: aún sudaban al pensar en ella. Y eso —por irracional que parezca— es prueba suficiente.

Empecé a volver más seguido al colegio. Al principio con la excusa de visitar los murales, después sin excusas. Solo iba. Me sentaba bajo la sombra de una columna y esperaba… no a ella, sino a la sensación. Esa especie de temblor que no se siente en la piel, sino un poco más adentro, donde el alma hace silencio.

Los murales comenzaron a mirarme distinto. Rivera parecía burlarse de mi quietud. Orozco, con su violencia contenida, me recordaba que no todo lo bello es amable. Siqueiros, en cambio, parecía entender. Como si sus trazos supieran lo que se siente desear algo que no se nombra.

Una tarde, mientras observaba el reflejo de los vitrales en el suelo, entendí algo que no quise entender: que la figura que provocó todo esto —esa que apenas cruzó una sonrisa tímida conmigo— probablemente nunca sabrá lo que dejó atrás. Que para ella, el momento fue una anécdota, una casualidad, una sombra más. Y que para mí, fue el principio de algo que aún no sé cómo terminar.

Y sin embargo, no hay rencor. Hay ternura. Porque si bien nunca tuve su voz, ni su atención, ni siquiera una segunda mirada… su sombra me enseñó a mirar de nuevo. Y eso, en este mundo tan lleno de urgencias huecas, es un regalo insólito.

No sé si volveré a verla. No sé si nuestras sombras volverán a cruzarse. Pero mientras eso no ocurra, seguiré visitando San Ildefonso. No para encontrarla, sino para mantener vivo el lugar donde una vez ocurrió el milagro menor de sentir algo que no sabía que aún podía sentir.

Porque hay personas que pasan por la vida sin saber que desordenaron la de alguien más.


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En portada: American Horror Story (FX)



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