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Anuncios parroquiales.

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  La idea de comenzar mi blog nació como una manera de quitarme la espina de publicar mi opinión, pensamientos y todos los rebujos de mi conciencia en forma de escritos. Siempre me ha gustado tener un espacio en el que expresar todas estas cosas y, ya que disfurto de lo vintage, decidí hacerlo en un blog de internet, como esos que eran populares en la década del 2000 al 2010. Por alguna razón, encuentro bastante interesante publicar en una página de internet. Es decir, bien podría simplemente subir un video narrando todo lo que digo y seguramente se haría mucho más popular —no descarto hacerlo en el futuro—, pero la palabra escrita siempre ha tenido algo importante para mí; a veces siento que el mismo texto puede leerse diferente dependiendo del receptor. Así, siento que cada lector hace suya la lectura. He escrito desde sentí la necesidad de hacerlo, claro que es una actividad que disfruto realizar, pero a veces siento que no lo hago porque me guste, sino porque necesito hacerlo. ...

The lucky one.

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  Alguna vez leí un artículo que decía que, durante la Segunda Guerra Mundial, muchos soldados tenían una superstición peculiar: guardaban un cigarro —uno solo— sin encenderlo nunca. Lo llamaban el cigarro de la suerte . La lógica era sencilla, casi poética: mientras el cigarro siguiera en el bolsillo, intacto, ellos seguirían vivos. Era una especie de pacto silencioso con la muerte. Un amuleto envuelto en papel, una resistencia simbólica ante lo inevitable. Desde entonces, no he dejado de pensar en eso. En cómo los seres humanos, incluso rodeados del peor de los escenarios, encuentran maneras de convencerse de que pueden ganar una partida perdida. Ese cigarro, que jamás debía ser encendido, no era solo un recordatorio de la fragilidad; era una declaración de esperanza. Una forma —quizá absurda, pero profundamente humana— de decir: todavía no . Todavía no me toca, todavía no me rindo, todavía no desaparezco. Y entonces me pregunto: ¿cuántos cigarros de la suerte guardamos nosotros ...

Esto también terminará.

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  Hoy, mientras caminaba en la franja gris de la mañana —esa en la que el sol aún no decide si salir o quedarse escondido— me topé con una canción que no escuchaba desde hace un rato: If We Were Vampires . De Jason Isbell. Hacía mucho que no pensaba en ella, pero bastaron los primeros acordes para que todo volviera como un golpe seco en el pecho. Recordé —porque uno siempre recuerda cuando quiere dolerse— una historia que no sé si fue del todo cierta, pero me gusta pensar que sí: dicen que Jason, al comprometerse con su esposa, le entregó una sortija con la inscripción “esto también terminará”. No por frialdad ni desapego. Sino como una forma brutalmente honesta de amar. No con promesas eternas, sino con la conciencia de que incluso las cosas más hermosas —sobre todo esas— tienen fecha de caducidad. La frase, aunque ya conocida para mí, no dejó de remover. Siempre me han dolido más las certezas que las dudas, y pocas hay tan precisas como esa. Todo acaba. Todo. Incluso lo que creía...

Reproches que no lo son (pero bien podrían serlos).

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  No tengo muy claro qué sentido tuvo. Quiero pensar que no fue con malicia —tampoco con cálculo—, pero regresar a tus dominios solo para volver al exilio justo cuando ya comenzaba a adaptarme, fue un acto de precisión cruel. Y no me refiero al lugar, claro; los espacios son lo de menos. Lo sabes bien: lo que me afecta no es el código postal, sino la posibilidad —o la imposibilidad— de encontrarte en los espacios intermedios, esa franja ambigua donde el día aún no es noche y la noche aún no es olvido. Entre el amanecer y el ocaso, te buscaba. No porque te debiera algo, ni porque esperara una epifanía: solo porque había aprendido a ilusionarme con el roce eventual de tu sombra. Y créeme, en días difíciles, eso bastaba. No es un reclamo, no del todo. Tampoco es una súplica para que regreses. Es apenas una interrogante a medio trazar: ¿qué sentido tuvo dejar huellas nuevas si sabías que volverías a pisarlas con distancia? ¿Para qué invadir otra vez mis horas con tu nombre si el pl...

Canciones perdidas, camiones llenos (o no tanto).

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  Viví en Querétaro una temporada que no fue precisamente larga, pero sí lo suficientemente sustanciosa como para alojar varios capítulos que, sin mucho esfuerzo, todavía me siguen asaltando con descaro. Uno de esos episodios sucedió una madrugada en la que la prisa y el olvido se aliaron para improvisar una canción. Cursaba una materia optativa de música. El profesor —que tenía el aura de los hombres que se enamoraron demasiado pronto del sonido y ya no pudieron volver al silencio— nos había dejado una tarea sencilla, al menos en el papel: componer una canción original. "Puede ser corta", nos dijo, "pero que venga de ustedes. No me importa si está bien escrita, quiero que tenga corazón". Qué fácil es hablar del corazón cuando uno tiene tiempo, pensé. Pero yo, que tengo la mala costumbre de olvidarlo todo menos lo que me desvela, simplemente no lo recordé… hasta que fue demasiado tarde. El día de la entrega me sorprendió en el lugar donde siempre me alcanzaban ...

Te encontré en canciones de Sabina.

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  A veces, avanzar se parece mucho a detenerse. Hay una quietud que no es huida, sino estrategia. Y hay miradas —algunas pocas— que nos obligan a pausar no porque deseemos rendirnos, sino porque seguir sería un riesgo del que ya no podríamos volver ilesos. He tenido muchos de esos días donde el mundo entero parece un campo de minas sentimentales. Uno se cree listo, razonable, incluso maduro, hasta que alguien te mira con esos ojos que parecen no preguntar, pero entienden. O peor aún, esos ojos que no entienden, pero miran como si supieran todo. Yo no soy hombre de certezas. Me he entrenado para desconfiar de lo evidente. Pero incluso yo he sido derrumbado sin palabra alguna. Bastó una vez. Un solo momento de vulnerabilidad verdadera: el instante en que sus ojos —tan parecidos a los de una gata perdida en tejados ajenos— se cruzaron con los míos. No es hipérbole ni metáfora nerviosa. Es simplemente lo que fue. Vi esa mirada —fina, ámbar, oblicua, entrecerrada como quien decide...

Esperar, esperar, escribir y seguir esperando.

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  Detenerse no siempre ha sido mi elección. A veces, la pausa llega no por prudencia, sino por sorpresa. Por un giro. Por una risa que no estaba en el guion. Por un rostro que, justo cuando iba a encontrarse con el mío, decide mirar hacia otro lado. Ya sabes a qué momento me refiero. Lo hemos recordado más de una vez —con cierto humor, con cierto rubor—, como si al repetirlo le quitáramos algo de peso. Como si decirlo en voz alta hiciera que duela menos... o que importe menos. Tú juras que no fue así. Que no volteaste el rostro. Que el beso no fue fallido, sino interrumpido por circunstancias no del todo definidas. Y yo —como siempre— sonrío, asiento, y dejo que la versión oficial sea la tuya. Pero en mi memoria, aquel intento frustrado fue mi primer gran naufragio íntimo, y también el inicio de este vicio de escribir para salvarme. Éramos jóvenes. Eso no lo cambia ni la memoria más poética. Éramos más pasión que juicio, más deseo que dirección. Nos acercamos sin saber realme...